Texto original: Al-Hayat
Autor: Salama Kayleh
Fecha: 16/05/2012
Queremos agradecer su aportación con esta traducción a uno de los pocos del mundo del arabismo comprometidos con las sociedades que desean un cambio.
El traductor, siguiendo lo que dice el propio periódico, apunta que el autor de este artículo fue detenido en abril y posteriomente expulsado del país. Conocido por su activismo civil, había sido detenido en varias ocasiones con estancias en la cárcel de hasta ocho años.El periódico debería haber publicado el texto el mismo día que lo arrestaron; para evitarle males mayores, se embargó hasta que se produjera su liberación.
El
devenir de la revolución siria ha vuelto a poner sobre el tapete la cuestión
del confesionalismo y la naturaleza del poder. Sin duda alguna, este enfoque
–autoridad y comunidad confesional- puede conducir a unos resultados predeterminados,
pues cuando vemos la realidad de un modo confesionalizado tendemos,
necesariamente, a ver en el otro un ente confesional. Se trata, en otras
palabras, de un enfoque formalista que intenta cifrar el contenido de las cosas según su aspecto
exterior, lo cual conduce a una perversión conceptual y un extravío
intelectual, aderezados con una adulteración terminológica. Porque, para
empezar, la adscripción religiosa del individuo a esta o aquella confesión se
confunde con el confesionalismo, y lo
mismo se hace a la hora de definir confesionalmente el poder en función
de la comunidad a la cual pertenecen los gobernantes.
Y es que confesionalismo y confesión no son lo mismo, aun cuando aquel se apoye
en esta. Entre otras cosas, porque incluye una característica ideológica añadida
que convierte la vinculación a una confesión determinada en la implicación
necesaria en un proyecto político -o digamos más bien un proyecto de clase
social-, más allá de la conciencia común que pueda regir los comportamientos de
sus miembros. La comunidad religiosa es el receptáculo histórico de unos
individuos que desde su nacimiento son adscritos a una creencia bien definida,
heredada y transmitida de forma continuada sin que medie ningún acto explícito
de consentimiento. Una costumbre que, quizás, tenga mucho más vigor que la
convicción expresa de querer pertenecer a este grupo o aquel, pues refleja una
vigorosa identificación con los valores de ese acervo transmitido. Esta
inserción histórica puede contribuir a crear una nítida diferenciación respecto
de otras confesiones, pero no deja de resultar en esencia una especificidad
heredada y por lo tanto susceptible de ser arrumbada por medio de una
conciencia social global o la implicación de los individuos en corrientes y
formaciones políticas e ideológicas que rompan los límites de la adscripción
confesional.
El
confesionalismo, pues, implica la transformación de esta identidad heredada en
un proyecto político (o de clase). Así se eleva al rango de “convicción
absoluta, convirtiéndose no sólo en el pilar de la “autoconciencia” de la
comunidad y la cohesión colectiva propia sino también en el fundamento de la
conciencia del otro y, por consiguiente, en el presupuesto de cualquier
relación bilateral. De este modo, el miembro de la “otra comunidad” se
convierte en un rival en virtud de una memoria histórica continuada, ancestral
en algunos casos. Esta pugna secular se convierte, además, en la prioridad que
rige la mirada del grupo que adopta este posicionamiento ideológico y la razón
de su existencia. Una peculiaridad aplicable a las formaciones integristas, ya
sea Hezbollah o Amal en Líbano o al-Da’wa en Iraq, o cualquier colectivo
conformado en torno a un principio estructurador de orden religioso.
Dicho
lo anterior, preguntémonos cuál es la situación en Siria. Si nos atenemos a
nuestra definición de confesionalismo, lo que hay allí no es un poder
confesionalizado, por mucho que se sustente principalmente en miembros de una
única confesión. Además, no es la “creencia” de ese grupo religioso lo que gobierna
el país sino el dinero. Esto es, la causa de la concentración del poder,
mayoritariamente, en manos de una minoría confesional (alauí) no es el triunfo
de una ideología confesional o religiosa bien definida, pues los “fundadores”
del estado sirio articulado en torno al partido Baaz eran nacionalistas árabes.
Además, bien podría decirse que la comunidad alauí ha participado de forma
marginal en lo tocante a la confección de su identidad y qué implica el pertenecer
a la comunidad, puesto que se trata de una definición efectuada desde fuera.
Por lo mismo, el análisis sociológico del ambiente en el cual se gestó el golpe
del Baaz en 1963 y el ascenso de una nueva elite militar y política revela una
participación masiva del elemento rural, donde el Baaz había conseguido
establecerse con sólidos anclajes hasta el punto de hacer de él el “núcleo
duro” de su ejercicio de poder durante las décadas posteriores. La degradación
de las condiciones de vida en los medios rurales, donde se concentraba la mayor
parte de los alauíes, empujó a muchos de ellos a enrolarse en el ejército, la
única ocupación “digna” que les era accesible, por lo que, con el tiempo, los
alauíes terminaron constituyendo un bloque mayoritario entre los oficiales
procedentes de las zonas rurales. No es de extrañar pues su destacado
protagonismo en el alzamiento militar de marzo de 1963, el posterior de febrero
de 1966 (contra la “rama civil” del Baaz) y el último de 1970 (encabezado por
Hafez al-Asad), germen del régimen actual. El elemento de unión entre todos
aquellos militares golpistas del Baaz no era la pertenencia a una confesión
sino la procedencia rural. Más aún, el hecho de venir de un mismo contexto
rural. Este elemento fue fundamental para promover la cohesión de este núcleo
duro, mucho más que la filiación religiosa.
Las
transformaciones registradas en el organigrama del poder han impuesto un
criterio de selección basado en la pertenencia a una clase social, a la cual pertenece
una oligarquía que ha convertido el latrocinio en norma, a costa de una
sociedad depauperada conformada por elementos de todos los grupos religiosos
Este colectivo selecto ha monopolizado la autoridad y la riqueza, basándose durante
todos estos años en un núcleo duro activo, reorganizado en los últimos tiempos
hasta convertirse en una fuerza de choque. Dentro de este ámbito rural ya referido
tenemos a las bandas que han impuesto la sumisión al estado en las regiones de
la costa. Nos referimos a los llamados “shabbiha” (cuadros paramilitares afines
al régimen), los cuales han pasado a formar parte de la estrategia represiva
ejercida contra la revolución siria a lo largo y ancho del país. Estas bandas,
en el caso de las regiones occidentales, eran mayoritariamente alauíes; pero
estas formaciones paramilitares se han nutrido también, en otras áreas, de
miembros de todas las comunidades, siempre al amparo de una interrelación
interesada con el poder.
Hoy,
la revolución ha impuesto un realineamiento novedoso, o ha obligado mejor dicho
al poder a una redefinición conceptual basada en la discriminación entre
mayoría y minoría según una clasificación religiosa. Al confeccionar el grupo
dominante sus fuerzas de choque a partir de un material eminentemente alauí, a
consecuencia de lo referido anteriormente –la vinculación estrecha con el
ámbito rural-, el grupo dirigente se ha visto obligado a reactivar la identidad
religiosa de la propia comunidad alauí y con ella de todas las minorías. Esta
reorganización ideológica del confesionalismo político precisaba, a la vez, de
una categorización de la revuelta popular en términos de “movilización suní
integrista”, similar al levantamiento armado islamista de 1979 a 1982, de la
cual no sería más que una especie de réplica con ánimos de revancha y reivindicación
de lo que fue aquella. Hoy en día, el poder está haciendo uso del
confesionalismo para asegurar que la oligarquía, conformada en torno al ya
citado “núcleo duro”, siga monopolizando los recursos del país dando la
impresión, a la vez, de que la comunidad religiosa que engloba a una parte de
sus miembros es también protagonista de esta labor de saqueo despótico.
Por
supuesto, todo lo anterior no explica por qué prevalece la impresión de que la
estructura fundamental de una comunidad forma parte del poder. O, por lo menos,
por qué esa misma comunidad no ha participado en la revolución a pesar de sus
penosas condiciones económicas. Pienso que la respuesta está más en los
problemas mismos de la revolución que en la consecuencia de una interrelación
confesional que, a decir verdad, ni siquiera existe. Me refiero en concreto a
una colisión entre las artimañas confesionalizantes orquestadas por del poder y
los “crímenes” cometidos por varios sectores de la oposición, dominados por un
afán visceral de venganza respecto a aquellos sucesos de 1979-1982. Tales
sectores siguen empeñados en interpretar los sucesos de hoy, igual que hicieron
aquel entonces, desde un prisma eminentemente confesional (una comunidad
mayoritaria pero desgajada del poder contra una minoría detentadora del mando y
las riquezas). Una mentalidad confesionalizada que hace que la forma de
combatir al poder sea atacar a la comunidad que supuestamente lo gestiona, con
lo cual se agrede a los miembros de esta pero no a un gobierno que ha robado y
actuado con venalidad y despotismo. Un comportamiento que ha creado la
impresión de que la oposición en su conjunto aboga por otro poder
confesionalizado con el que castigar a una comunidad en su conjunto por algo
que, en realidad, ha cometido el poder. Este temor ha propiciado que, en un
principio al menos, la comunidad alauí y otras minorías se hayan sentido más
cercanas a un poder, que, al menos, ha sido capaz de darles algo. De este modo,
la pervivencia del régimen actual se les presenta como una protección eficaz
ante un futuro tan incierto como atemorizador que la oposición debería
clarificar cuanto antes y no ensombrecer con proclamas que no hacen sino
acrecentar el temor de las minorías.
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