Texto original: Al-Hayat
Autor: Yassin al-Hajj Saleh
Fecha: 08/07/2012
En la conformación de las reacciones de la revolución siria se concentran
grupos de sentimientos que se enfrentan y oponen: el enaltecimiento, el orgullo
y el desprecio de la cúpula gobernante hacia los gobernados; y la indignación,
el rencor y el deseo de venganza de amplios sectores de los gobernados frente
al dictador. Después llegan el miedo y los temblores que envuelven la relación
entre los gobernados y los gobernantes.
En cuarenta años de gobierno de la cúpula asadiana, solo han aprendido la “cultura”
de la supremacía y la distinción, además de tener un sentimiento de que el
poder absoluto del que gozan es un derecho merecido, y no una simple realidad
histórica. Los aparatos educativos, mediáticos, partidistas, militares y “populares”
del régimen han trabajado durante estas décadas para impregnar a los sirios con
la fe en la excepcionalidad y el ingenio de Hafez al-Asad y de su familia. Por
tanto, los Asad tienen un derecho obvio
de gobernar, de gozar de inmunidad y de estar por encima de todo
interrogatorio o crítica. Durante esas mismas décadas, la religión oficial ha
sido la adoración a Hafez y su dinastía, siento una arriesgada herejía el
oponerse a ello.
La cultura de la excepcionalidad ha convertido lo que es un poder real,
lacerado de legitimidad, en una dinastía sagrada, cuyos miembros y
colaboradores han heredado lo que puede llamarse la paranoia y la locura del
poder; es decir, el amor por él y la obsesión por el mismo, llegando a hacer todo
lo posible por conservarlo, como cualquier loco enamorado. El orgullo, el
enaltecimiento, la arrogancia y el mirar a los demás como escoria y seres
insignificantes, el desprecio incluso por los aparatos de la propia cúpula y
sus hombres, ya sean ministros, responsables civiles o militares, distinguen a quienes
realmente detentan el poder en un país conformado en torno al núcleo asadiano y
los dignos de su confianza. Esos dicen, con toda sinceridad en sus círculos,
que el poder es nuestro y no nos desprenderemos de él (“nosotros” se refiere a
la relación sectario-familiar). En cuanto al comercio y el dinero, este “nosotros”
no lo considera de su exclusiva propiedad, aunque la etapa de Bashar al-Asad se
haya distinguido por su fuerte tendencia a ampliar sus negocios en tan seductor
campo.
Esta cultura no tiene capacidad de dominio por su total arbitrariedad y su
falta de todo contenido humano o nacional, además del hecho de que carece de
toda base racional. Por ello, su expansión se ha ligado a la violencia cuyo
recurso a la misma supera el recurso del régimen a los aparatos educativos y
mediáticos y a las “organizaciones populares”. Esto se materializa en la
fuertemente cimentada institución del miedo que disfruta de una total inmunidad,
los servicios de seguridad, que son un grupo de organizaciones secretas
terroristas que conforman el ejército del régimen en su sempiterna guerra
contra sus gobernados, o sus dos guerras.
De las dos grandes guerras contra la sociedad siria, la primera guerra asadiana
se saldó con la vida de decenas de miles de víctimas hace más de 30 años, niveles
sin precedentes de odio y enemistad y una sorprendente forma de destrozar la
dignidad de los sirios en conjunto, incluidos los partidarios del régimen. La
segunda guerra actual ya se ha cobrado hoy más de 20.000 sirios, si tenemos en
cuenta a los que han caído en el lado del régimen y las decenas de miles de
detenidos, secuestrados y torturados. El régimen demuestra un desinterés asombroso,
aunque no sorprendente, por la vida de quienes utiliza para defenderse. Ellos,
en efecto, son meros “escudos humanos armados” para proteger a la cúpula
dominante, tal y como decía un comunicado recientemente publicado por los
Comités de Coordinación Locales que hacía un llamamiento al Ejército y sus
oficiales para que lo abandonaran o desertasen.
El resultado de la primera guerra fue una gran indignación y un gran rencor
contra la sociedad siria, no solo de parte de los gobernados oprimidos, sino especialmente
por el lado de los gobernantes, como si cada vez que se ensañaban con
salvajismo contra los gobernados, aumentara su rencor contra ellos y la sed de
venganza. De hecho se hacía imperiosa la necesidad de pintarse como víctimas de
un ataque o una peligrosa conspiración maquinada por dichos gobernados. No está
de más mencionar esa ideología de la que el régimen está tan satisfecho, y que
no dejaba de repetir antes de la revolución, hablando de fundamentalismo, salafistas
y una “oleada religiosa extremista” (Buthayna Shaaban), que amenazaba al
régimen que era a ojos de los que comulgaban con dicha ideología una víctima de
ese malvado fantasma de mil nombres y caras. Tan vulgar ideología desarrolló el
rencor del fuerte contra el débil y relajó su conciencia mientras se dedicaba a
“aplastar y humillar a los débiles”. No era extraño que los intelectuales lo defendiesen
explicando que la debilidad de aquellos era meramente formal, pero que en
realidad eran portadores de ideas malvadas y muy peligrosas (la injusticia, lo
retrógrado y el extremismo), por lo que había que estar en continua alerta y no
importaba ser duros con ellos.
Ciertamente, el rencor de los gobernados es real y está extendido, si bien
su explicación es cercana y fácil y nada tiene que ver con la idea malvada
escondida en los compartimentos de sus mentes. Quien es humillado y lo sigue
siendo siente rencor, especialmente cuando no tiene formas de quejarse o
reclamar justicia. Esa es la situación de la mayoría de los sirios. ¿Se puede
sin alguna indignación largamente fermentada y careciendo de corazones incendiados
hacer emanar ese grito terrible: Maldita sea tu alma, Hafez?
Si la revolución ha demostrado que “el dolor no se olvida” como dice el
refrán popular sirio, un nuevo dolor, mucho más extendido que anteriormente, ha
nacido y ha echado raíces en las almas durante la revolución: el efecto del
sorprendente salvajismo y el rencor de lo que merece ser llamado las fuerzas de
ocupación asadianas. Este “dolor” renovado cada día es el aliciente principal
para la continuación de la revolución.
Además del orgullo de los gobernantes y su locura, y al margen del rencor de
los gobernados y su indignación, está el miedo del régimen que ha encarcelado a
los gobernados en un círculo de terror y rencor, en el que también se ha
encerrado a sí mismo. Sus hombres saben lo que han hecho y temen perder sus
prerrogativas. Tienen miedo de la rendición de cuentas por la locura cometida
por sus manos, y por ello matan y aterrorizan aún más y los pequeños incitan a
los mayores a ensañarse en el asesinato, siguiendo el modelo del padre y su
hermano hace treinta años. La ideología de la virilidad, en la
generación de los hijos, parece que ha superado en salvajismo al padre y el tío desde
ahora, incapaces de emularla después de que la cúpula gobernante escribiera su leyenda y cimentase un elevado ideal. En cuanto a los gobernados, parece
que lo que más temen es vivir nuevas décadas de humillación bajo una cúpula que
une el salvajismo con el descuido y el pensar en uno mismo, más aún que el
sufrimiento directo en la cárcel. Los ochenta y noventa fueron terribles en
Siria, no porque decenas de miles fueran detenidos, torturados y asesinados, sino
porque todos los sirios sin excepción vivieron con las almas y las mentes
destrozadas a la sombra del miedo, la corrupción y el lujo.
El miedo de los gobernantes a los gobernados y el de los gobernados a los
gobernantes, junto con el orgullo de los gobernantes y su locura, y la
indignación de los gobernados y su rencor, no deja lugar a hablar de la razón o
la justicia. El campo está abierto solo a la lucha del destino, cuya desgracia brota
del hecho de que la justicia y la razón se deben batir en ella hasta el final.
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