Texto original: Al-Hayat
Autor: Samar Yazbek
Fecha: 17/08/2012
(A Abu Shawk: espina de mi corazón, mi niño)
La primera puerta:
-“Y queremos un Estado civil”
Era el último día, unas horas antes de los suspiros de la partida, en el
control de la brigada Al-Faruq, mientras el pequeño joven, en cuyos ojos
brillaban las estrellas contaba, tragando saliva, cómo había desertado de las “unidades
especiales” porque se negaba a matar gente: “Esto es, ¿cómo voy a lanzarme a la
muerte?, ¿quién quiere morir? ¡Nadie! Pero estábamos muertos y queremos vivir”.
El cielo estaba azul. Nada embarraba nuestra pureza. No estábamos lejos del
municipio de Sarmada, al que habíamos dejado atrás con sus muros pintados con
la bandera revolucionaria.-“Y queremos un Estado civil”, el más mayor
repitió su frase. Y el otro me
dice: “Maldito sea el padre de estos oficiales, todos son alauíes”. El otro me
mira y dice: “No, no todos”.
Lo escucho mientras me cuenta la historia de su deserción por segunda vez.
Entonces su amigo se le acerca y le susurra algo al oído. El más pequeño, el de
los ojos brillantes y el iris color miel, me mira sorprendido y deja su arma en
el suelo. Después aparta su mirada, le miro fijamente a sus ojos inquietos
mientras su arma permanece en el suelo. Finalmente, gira el rostro.
El cielo seguía estando azul y el monte de piedra que habíamos dejado atrás
nos vigilaba en silencio, pero pude escuchar unos leves ruidos cuando el joven
redirigió su rostro hacia mí. Se estaba mordiendo los labios y me dijo, con la
voz temblorosa- era el mismo joven que estaba en el puesto armado, que llevaba
su arma y que mostraba al cielo su rabia: “Perdóneme señora, por Dios que no lo
sabía”.
Su cara de niño recuperó su dulzura primigenia mientras los jóvenes armados
bajo los árboles nos miraban con curiosidad. Una bandera blanca ondeaba cerca
de ellos y a lo largo de ella se leía: “No hay más dios que Dios y Mahoma es su
Profeta”.
El cielo seguía siendo azul, pero el soldado que se había vuelto niño se
acercó y dijo a trompicones: “Yo no odio a nadie pero son perros que quieren
que matemos a la gente. Perdóneme, señora”.
El más mayor se puso de pie a su lado. Sus ojos acechaban con enojo.
Entonces repitió su frase: “Queremos un Estado civil, estoy en la brigada Al-Faruq
y quiero un Estado civil. Soy estudiante de segundo de Comercio”.
No nos quedamos demasiado, les escuché y dije: “No pasa nada, todo está bien”.
Pero el joven cuyos ojos habían perdido parte de su brillo insistía en
explicarme que no había querido humillarme. Entonces le dije antes de irnos con
otros tres jóvenes: “Pero yo no soy alauí, y tú no eres suní. Yo soy siria y tú
eres sirio y punto”.
Me miró con sorpresa y le dije: “¿Es que no lo ves?” Y señalé mi cara.
Iba despotricando en el coche mientras salíamos del control de la brigada de
Al-Faruq: “¿Quién necesita aquí seguridad? ¿Quién quiere construir una nación
de sangre y fuego, ese joven soldado que se ha vuelto niño? ¿O esos asesinos?”
Los jóvenes me miraban sorprendidos, sin entender nada de lo que decía.
Se reían. ¿De dónde sale su fuerza? ¿Quién de nosotros está alejado del
significado de la vida? ¿Quién está más pegado a la esencia de la vida,
nosotros o ellos? Los que viven en el regazo de la muerte y la devoran como un
bocado fácil en sus risas, que en un momento puede borrar el olor de su muerte
o sus entrañas esparcidas, son una mera ilusión en las mentes de las personas.
Decir “el Ejército Sirio Libre” significa imaginar un fantasma, pero ellos
mismos son quienes pueden sorprenderlos en las calles. Son grupos que se
diferencian en su orientación y características, en su crueldad y su
misericordia, y distintos en cuando a su armonía con la ética de la revolución
o en su alejamiento de la misma. No se parecen entre sí ni tienen un liderazgo
unificado al contrario de lo que sale en los medios. El problema es que no se
comprende bien la naturaleza de la resistencia armada que se ha creado en las
ciudades y el campo, donde cada ciudad ha conformado una resistencia a su
manera, un instrumento que se ha generalizado en las ciudades revolucionarias.
Las brigadas no las integran solo soldados o militares, sino también civiles
que han tomados las armas para defender sus casas del asesinato y la
destrucción.
Las brigadas del “Ejército Sirio Libre” son una copia de nuestra vida y en
su diversidad, que es vastísima, la única diferencia es que el muerto, como una
pluma, se desvanece. Así la forma más correcta de denominarlas es brigadas de “la
resistencia popular armada”.
No sé que me llevó a empezar a escribir sobre las puertas de la tierra de la
nada, hablando del último control armado antes de mi marcha, y del joven soldado
que se transformó en niño, pero cada vez que cierro mis ojos, la imagen del
pequeños soldado desertor estalla, ese soldado que lanzó al suelo su arma para
disculparse ante mí por una culpa que no lo abandonó en realidad, que no es otra que el hecho de que la “señora”
que tenía delante, era de la misma secta que sus oficiales en el ejército.
La primera puerta pasaba por el hospital paralelo a la frontera entre Siria
y Turquía. Hay un piso especial para los sirios, que son atendidos tras los
bombardeos en habitaciones contiguas, pero que tienen el mismo olor de los que
están extendidos en las sábanas blancas, con los pies amputados, los brazos
cortados y la mirada soñadora. Sus miembros vuelan nadando en el aire. Uno de
los jóvenes me pidió que me contuviera mientras entrábamos en la habitación de
dos niñas: Diana de cuatro años y Shima de once.
Diana, a la que se le había alojado una bala en la espina dorsal
provocándole una parálisis de por vida, estaba tumbada, rendida, como un conejo
blanco asustado. ¿Cómo no destrozó la bala su pequeño cuerpo tembloroso? Es un
milagro. ¿En qué estaba pensando el francotirador cuando disparó su bala a la
espalda de una niña que cruzaba la calle para comprar dulces para la ruptura
del ayuno?
Las mujeres del municipio me dijeron después que el mismo francotirador
había disparado a una mujer en su órgano reproductor, y que era el mismo que
había matado a una niña de doce años el mismo día que yo me marché. Era también
el francotirador que obligó a los jóvenes a que yo entrara por entre las casas
para evitar pasar por las calles a las que se asoma.
Las puertas de las casas estaban abiertas para nosotros, saltábamos por las
ventanas, después a las escaleras de la parte baja y finalmente entrábamos en
el patio de otra casa, llevando nuestros zapatos en la mano mientras entrábamos
en las casa de extraños. Saludamos a la anciana por cuya casa pasamos, mientras
cruzábamos el salón. Ella nos devolvió el saludo desde su posición recostada,
sin moverse. Estaba acostumbrada a que la gente del pueblo pasase por allí. Habían
abierto sus puertas y habían hecho de sus casas calles para evitar a ese
francotirador. La miré mientras saltaba por la ventana, me sentí algo aturdida,
ni se inmutó con mi presencia y siguió mirando al techo, como si no nos viera a
ninguno de los tres.
Junto a Diana estaba la cama de Shima, cuya pierna había sido amputada por
un proyectil que la sorprendió junto a su familia cuando estaban sentados
frente a su casa. Nueve de ellos, incluida su madre, murieron. Al lado de la
cama estaba su tía. Shima miraba con ojos extraños en los que se veía una
mezcla de ruego y enfado. Finalmente sonrió cando puse mis dedos en su frente. A
su mano izquierda la había alcanzado un fragmento que la había roto. Tenía una
venda blanca que llegaba hasta lo alto de su muslo. El vacío llenaba el lugar
de la pierna amputada: los vacíos delimitan la forma del miembro que falta,
somos defectuosos en la perfección. Somos la perfección de la defectuosidad. No
hay palabras para esta pequeña niña de ojos que embrujan. Su otro pie también
estaba herido, y había heridas en cada parte de su cuerpo.
Nada que decir más que mis dedos sobre su frente y una sonrisa sorda entre
nosotras. Shima y Diana no eran las únicas en ese piso, en la habitación de al
lado había un joven que esperaba que le amputaran la pierna tras destrozársela
un proyectil. Se ríe con los ojos antes que con su rostro. También había otro
joven que esperaba que su pierna se curara de un fragmento (que le había herido)
para volver a Siria y luchar. Era un dirigente de grupo, pero su cara se
parecía más a la de un modelo.
¿Qué problema tienen los proyectiles con los jóvenes y la belleza?
En el pasillo, todos los miembros de los sirios estaban abandonados por
error en su tierra, les faltaba el vacío. Los jóvenes que están tumbados como
mitades de cuerpos destrozados, miran por las ventanas del hotel, cercanas al
olor del país. Allí, hacia ese país donde di el primer paso para entrar a la
tierra de la nada y donde dentro de poco veremos al cielo encenderse con
proyectiles sobre las cabezas de los municipios dormidos, y donde tomaremos
nuestra primera cena con una de las brigadas. Allí, detrás de Taftanaz, allí
donde miraré sorprendida a los rostros de los jóvenes mientras se ríen al pasar
los proyectiles sobre nuestra cabezas.
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