Texto original: Al-Hayat
Autor: Samar Yazbek
Fecha: 07/09/2012
Esta es la tercera parte de una serie de relatos de Samar Yazbek. La primera puede leerse aquí y la segunda aquí
"No has huido de nuestros corazones"
“Créeme, Haf, el ojo no
olvida su párpado, y cree, Haf, que la rosa no olvida su tallo”. (Una frase en una pared de Saraqeb)
“Con estas manos he
enterrado veinticinco cadáveres”, dice cadáver, separa sus manos y añade: “Te
contaré la historia de cada uno” El hombre que colorea las paredes de Saraqeb y
dibuja sus pancartas, es quien entierra a las víctimas de los bombardeos.
Nos detenemos ante las
pareces que están frente al centro cultural de Saraqeb, colores brillantes
rompen la palidez del lugar. En el lado contrario, está un edificio en cuyos
muros han escrito: “Créeme, Haf, el ojo no olvida su párpado, y cree, Haf, que
la rosa no olvida su tallo”. El muro de enfrente dice: “Damasco, nosotros y la
eternidad somos los habitantes de esta país”, y hay dibujos en los que la
Pantera Rosa levanta la bandera de la revolución. Estábamos paseando por la
calle, y yo haciendo fotos a las paredes y los escaparates de las tiendas,
mientras la ciudad se hundía en los gritos de la muerte de “Dios es grande” y en
los funerales de jóvenes y niños. Polvo, sequía y rayos ardientes del sol, mientras
caminábamos, apenas pasaban hombres, tenían los ojos enrojecidos, pero brillaban.
Los disparos del francotirador aún se escuchaban. Los proyectiles no cesaban de
caer, del cielo vendrá un joven moreno, de mejillas tostadas, se sentará en
silencio durante un rato, antes de decir que los proyectiles cayeron en su campo
y que quemaron el heno con el que comerciaba. “La temporada de este año ha
terminado”. Dijo su frase y se golpeó la cabeza con el muro. Estábamos sentados
sobre una estera de plástico, sobre un lecho esponjoso. Escuchábamos en
silencio. Su madre lo mirará atónita y la oiremos suspirar durante unos
instantes, antes de callarse también y escuchar con nosotros el ruido de las
balas del francotirador.
El joven dice, estando
todos de pie frente a una de las paredes al mediodía: “Queman las tierras de
cultivo que rodean el municipio para castigar a su gente, pero yo no estoy
seguro de si van a lanzarnos un proyectil ahora, tal vez lo haga”. Miramos
todos al cielo azul y claro que retumba con proyectiles. “Cuando el proyectil
caiga sobre nuestras cabezas, no podremos oírlo”, dice. Y nos reímos. La
columna de tanques que iban a Alepo continuaba su camino cerca del municipio.
Saraqeb sería después zona
de tangencia cuando se intensificaron las batallas.
Llegamos a una casa
destrozada, golpeada por un proyectil después de ser quemada. Uno de los chicos
fue asesinado, dice uno de los jóvenes, el hijo que murió bajo tortura en la
cárcel tiene siete hermanas y un solo hermano, no tiene padre. Cuando lo mataron,
lo colgaron del coche, lo llevaron a las calles y lo arrastraron. Era de los
jóvenes que salieron en las manifestaciones pacíficas. A otro joven que se
dedicaba a grabar las manifestaciones lo cogieron y lo pusieron bajo un tanque.
Le dijeron que el tanque pasaría por encima de él y después movieron el tanque
mientas el chico estaba debajo. Siguieron así un rato, después se echaron a
reír antes de detenerlo. “Reconstruimos lo que se bombardea. Al otro lado, ¿ves
esa casa?” El joven señala una casa en el segundo piso abierta con un gran
agujero de un proyectil: “Esa casa es de la hermana de uno de los desertores,
la bombardearon solo para vengarse de su hermano”.
En el
refugio:
Acabábamos
de levantarnos, asustados, a las cinco de la mañana por los ruidos de los
bombardeos. No hay un momento del día determinado para ello, pero por la noche es
especial, entre cada media y cada hora cae un proyectil. En tres días han caído
130 proyectiles. La señora que nos alojaba dijo que desde el inicio de la
revolución no habían logrado dormir bien, que dormían una hora y se levantaban.
Tenían los ojos ensombrecidos. Cogí a las dos niñas que se habían quedado todo
el tiempo a mi lado y bajé con ellas rápido al refugio. La casa era grande,
pero estaba llena de miembros de la familia, obligados a dejar sus casas: la
anciana abuela -madre de todos-, la tía materna, después la generación de hijas
y sus maridos, y los hijos y sus esposas, la generación de los nietos e hijos
de los nietos… En la casa se amontonaban varias familias: hay casas que han
sido atacadas y destrozadas, otras derribadas por las bombas y otras cuya
posición es punto de tangencia entre los dos bandos, hay casas que están bajo
la mirada de los francotiradores, y casas de desertores que han desaparecido. La familia es grande aquí, pero el bien está
presente, como dice una de las mujeres.
El refugio
es una habitación amplia que la familia utilizaba para poner los útiles de
trabajo de la tierra, las tuberías y los equipamientos. En el refugio hay un
agujero que ha sido llenado. La madre de las niñas dijo que era el resultado de
un proyectil que había caído del cielo. La puerta del refugio había sido
cerrada con bolsas de nailon. Los niños y las mujeres están aquí, algunos
hombres se unen. Las mujeres ancianas y los hombres de mayor edad se quedan en
lo alto. La niña mayor dice: “No pueden moverse y el tiempo que se tarda en
bajarlos y sacarlos no es suficiente para poder huir de la sorpresa de la
muerte por un proyectil. Sus movimientos son lentos, y ellas están enfermas, se quedan en sus
habitaciones, escuchan el ruido de los proyectiles y cuando se calman los
ruidos y oímos la voz del almuédano de la mezquita sabemos que alguien ha
muerto”. Miran al vacío extenso que les permite la ventana. La abuela mayor tardó
tres días en saludarme, y hasta entonces me miraba en silencio y con precaución.
Después nos haríamos amigas. Pero en esos momentos, y tras bajar al refugio,
las niñas pequeñas presumían las unas ante las otras y hablaban de los tipos de
proyectiles y misiles. Cada una llevaba un proyectil con el que conservar la
memoria. Las familias de alrededor vinieron y se metieron en el refugio. Muchas
familias no tienen refugio, la familia frente a cuya casa se sienta el
francotirador también huyó hacia aquí. Vi la casa. Los restos de las balas
estaban esparcidos por las paredes, la madre dijo mientras paseábamos asustados
y apresurados, que cuando te quieres mover entre las habitaciones y atravesar
los patios de las casas, te paras durante un buen rato, luego observas al
francotirador, lo distraes y después huyes de él, para beber un vaso de agua,
traer comida a tus hijos o para ir al servicio. “Yo juego con este
francotirador hijo de perra”, dice riendo. Se tapaba la cabeza con una
cobertura de flores y llevaba un vestido lleno de plantas ecuatoriales. El
vestido llegaba al suelo. Todas las mujeres aquí llevan vestidos largos: la
madre que juega con el francotirador parecía extraña en mitad de la destrucción
de su casa.
El
francotirador y el bombardeo:
Los
proyectiles caían a pesar de que el sol estaba en lo alto, y el silencio solo
lo interrumpía en la claridad del día el ruido de los proyectiles y las balas
de los francotiradores. Su hijo pequeño se pegó a nosotras y se agarró a la
cola del vestido de su madre, después se metió el dedo en la boca y lloró en
silencio. Dijo riendo, mientras hablábamos en la oscuridad de la casa: “No
tengas miedo: cuando bombardean, el francotirador se relaja en el juego”. Me
guiñó un ojo, cogió a su hijo de una mano y lo levantó en el aire para después
lanzarlo sobre su regazo. La casa estaba vacía, solo unas cuantas esteras de
plástico en el suelo. Cuando regresé con ella al refugio, vino una nueva
familia de vecinos. La niña pequeña, que insistía contar una historia para
dormir, señalaba a la nueva familia: “Su madre está con nosotros, pero su padre
con Bashar. Mi padre es un revolucionario y ‘esas’ –y señaló a las niñas-
también están con Bashar, o sea no con nosotros. Pero no pasa nada, tienen que
esconderse de nosotros para no morir”. Esta pequeña morena –mi Shahrazad- tenía
los ojos negros más bonitos que he visto en mi vida, caminaba ligera, se
peinaba el pelo cada hora, se ponía flores artificiales en él, flores amarillas
y rojas, las elegía según el color de su ropa. Es la hija de mi anfitriona
mediana. Observa a todos y se hace más aguda. Cuando baja al refugio, se ocupa de
su hermana pequeña de dos años y medio y que se enfrenta a un trastorno
hormonal por el miedo y sufre una extraña enfermedad. La morena controla a
todos los niños a su alrededor, no deja que nadie se acerque a mí, y luego me
explica con detalle las historias de la muerte de los vecinos, los jóvenes que
desaparecieron del municipio uno tras otro.
Un poco
antes de que termine el bombardeo, coge el proyectil de la mano de su hermana
de dos años y medio y le dijo despacio: “Los pequeños no llevan proyectiles”.
No tiene ni siete años y cuando escuchaba los ruidos de un nuevo bombardeo y
nosotros esperábamos escondidos entre nosotros, corría a abrazar a su hermana y
apretarla con fuerza. Otra mujer amontonaba a sus hijos a su alrededor en el
rincón del refugio. Decía: “Entraban y robaban. Venían con camiones llenos de
munición para matarnos con ella y luego volvían con esos camiones llenos de
nuestros muebles robados. Mataron a nuestros hijos y robaron nuestras casas.
Pero cuando abrieron mi armario y tiraron mis vestidos en el patio y se
frotaron el trasero con ellos y orinaron en las copas… Ni el antiguo vestido de
mi boda se salvó de ellos, se llenó de mierda”.
En otra
casa, vería a muchos niños silenciosos. Una mujer cercana a los cuarenta
frotaba la espalda de un niño de más de diez años, que era el único que le
quedaba y sufría de un trastorno mental. No hablaba, pero sus ojos azules
reían. Su rostro era de color trigo, bello, su boca siempre estaba abierta. La
madre me dijo que tenía otros tres chicos, y me contó su historia, manteniendo
los ojos abiertos de par en par mientras me contaba los detalles de cómo la
arrebataron a su hijo de su regazo. Sus ojos se enrojecieron y cayó una
lágrima. Me dio que las lágrimas ya no le salían. La lágrima era muy grande,
cayó lentamente, y se quedó en una nada más. Me dijo:
“Mi hermano
fue uno de los primeros en salir en la revolución, fuera donde fuera, lo
conocían como “Muhammad Haf”, héroe de Saraqeb. Salieron primero en
manifestaciones pacíficas, pero nos bombardearon y ejecutaron a nueve de
nuestros hijos ante los ojos de todos. Mi hermano luchó hasta su último
parpadeo, moríamos a diario y me decía: ‘No moriremos como cobardes, moriremos
como debemos’. A mi segundo hermano también lo mataron, quemaron mi casa y
huimos. Mataron a dos de mis hermanos y a mi hijo me lo arrebataron de mi
regazo. Les rogué que lo dejaran, pero no me hicieron caso. También mataron a
mi segundo hijo. Dos de mis hijos y dos de mis hermanos, aún me queda otro hijo
y está con los revolucionarios. Ya no me quedan hijos. Todos se han ido, me
queda solo este pequeño”. Señala a su hijo enfermo que nos mira curioso y se
ríe. Prosigue: “Como ves, qué pérdida la mía, el hijo que me queda está con los
revolucionarios, y me dijo que no volvería hasta que Siria fuera libre”.
Los dos mártires:
Trae las fotos de sus dos
hijos mártires, el primero tenía los ojos verdes y el cabello dorado, tenía 19
años. Sus dedos sobre la imagen se mueven como olas, después saca la segunda
foto de un joven al que empezaba a salirle el bigote sobre los labios. Después sacó
la fotografía “Muhammad Haf” y la levantó bien alto. En la cuarta foto se
detiene. Baja de golpe la cabeza hacia el suelo. Dice: “Me lo quitaron de mis
manos, me quedé sujetándolo hasta que se reunieron a mi alrededor y me lo
quitaron de mi regazo, les supliqué que lo dejaran, corrí tras ellos, pero lo
cogieron. Era activo en la revolución, me lo devolvieron muerto. Era un niño…”
Las historias de la mañana
no terminan, cuando volvemos del paseo por los pueblos con los jóvenes, aparece
uno de los combatientes desertores de Jebel al-Zawiya, líder de un grupo. Tiene
unos ojos que emanan vitalidad, pero de vez en cuando se abstrae, sus párpados
se adhieren entre sí y su rostro parece lleno de alegría y tranquilo por todo,
excepto muerte. Dijo: “A mi hermano pequeño se lo llevaron a la cárcel, lo
torturaron y le dijeron que yo había muerto, que habían despedazado mi cuerpo y
que me habían tirado al monte. Después lo torturaron y lo quemaron vivo. En el
pueblo Ayn Laruz nos han matado a seis niños, mi hermano tenía dieciséis años,
estaba vivo cuando lo quemaron y el número de víctimas de nuestro pueblo es de
dieciséis. Mi familia ha dejado la casa y se han escondido”.
“Al principio de la
revolución y las deserciones me comunicaba con un oficial alauí que era amigo
mío, también nos comunicábamos con los oficiales de menor rango y con mi
familia y durante un mes al inicio de las deserciones teníamos 700 miembros, a cuatro
los ayudó a huir este oficial alauí que nos ayudaba. Al principio tuve miedo de
él, pero me arriesgué a tratar con él y nos ayudó mucho hasta el final. Nos
comunicábamos con absolutos silencio, no hablábamos por teléfono y de pronto
este oficial desapareció. Pregunté por él. Me dieron que lo habían trasladado
al control ‘K’ pero que nadie sabía nada de él. El régimen tenía miedo de las
deserciones y cambiaba a los oficiales continuamente, este oficial desapareció.
Hoy el ejército domina toda la zona. Fue antes de la batalla de Alepo, ahora el
ejército se ha retirado tácticamente a Alepo, pero volverá. Fabricamos algunas
armas nosotros mismos cuando no hay armas. Una vez intentamos fabricar un misil
con materias primas, ya lo habíamos hecho muchas veces, pero una vez el misil
que estábamos probando salió hacia el cielo y desapareció. Comenzamos a correr,
se elevó y desapareció. Estábamos en un campo de trigo y corrimos. La prueba
fue un fracaso. Se ríe a carcajadas y sus ojos se pierden en la risa. Prosigue:
“Corrimos como ‘Tom y Jerry’ y temíamos que cayera sobre las casas, aunque estábamos
muy lejos de ellas, porque pesaba 16 kilos, y eso significa que caería con un
peso de 16 toneladas. Pero los chicos lo encontraron días después en el mismo
capo de trigo. Aprendemos nosotros mismos y en cualquier momento nos puede
explotar encima”. De pronto se calla, mira a todos, éramos muchos, y aún se
escuchaba el ruido de los proyectiles. Parecía como si hubiera recordado algo:
“Nos sucedió algo extraño. Estábamos en un enfrentamiento y ellos estaban
moviendo a las brigadas décima, séptima y cuarta de un lado a otros. Nos dirigimos
con ellos a varios lugares, vinieron de Homs a Jebel al-Zawiya y una de las
veces el ejército entro en mi pueblo. El enfrentamiento fue violento. Los soldados
del ejército regular caminaban de forma extraña. Vi a dos separados del grupo
que se aleaban. Se movían de forma mecánica y pensamos que querían desertar.
Les gritamos. Al principio el ruido de las balas era muy alto y no se dieron
cuenta, pero seguimos gritando: ‘Dios es grande, Dios es grande, venid, estamos
aquí’. Cogieron las armas y nos dispararon; nosotros respondimos. Uno cayó
muerto. El otro que caminaba a su lado, bajó su arma y se movió de forma
mecánica, pasó por encima del cadáver de su compañero y nos dio la espalda.
Parecía que caminaba dormido. Después de quedó quieto como un clavo. Luego
volvió a caminar de la misma forma mecánica a pesar del ruido de las balas.
Esperé que se tumbara, que tuviera miedo o que reaccionara, pero siguió caminando
y en otras batallas he visto cosas parecidas. Uno muere y el otro sigue
caminando, como si no tocaran el suelo. Algunos soldados que han desertado y se
han unido a nosotros dicen que les habían pinchado con una aguja, pero ¡dijeron
que solo era morfina! Aunque no estoy seguro de nada, lo que vi era muy raro de
veras”.
El joven quiere seguir su
historia pero el ruido de los proyectiles no se detiene y la pequeña morena
empieza a mirar con cierto mal humor porque el tiempo de dormir ha pasado y no
se dormirá hasta que cuente una historia: la historia de los vecinos que fueron
asesinados y de quienes le gusta enumerar sus características uno a uno,
mientras decide a cuál quería más. Al marcharnos me dijo: “Entonces, ¿tú
también vas a morir?” Me reí y le dije: “No… No…”.
Antes de que terminara la
frase, movió la nariz y dijo con ironía: “Esa, esa, esa, ¡todos los que han
muerto dijeron esa misma frase!”
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