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martes, 11 de diciembre de 2012

Una mujer de Dariya que cayó como un álamo



Texto original: Al-Hayat

Autor: Ahmad al-Zain*

Fecha:09/12/2012


Una mujer de Dariya, se detuvo con toda su negrura, como si viniera de una larga noche, o como si toda su estatura fuera noche. Se salvó del desvanecimiento y se detuvo en el momento álgido del día. No había en ella nada blanco más que una mano que se agitaba en despedida.

Es una mujer de allí, de Dariya tal vez o de Al-Hula. Es una madre alepina de Ma’arra o de la Gaza Palestina.

Se detuvo con toda su tristeza.

Se detuvo en el umbral de la casa que parecía estar en el fin del mundo, el fin del tiempo, como si estuviera sobre una brisa de aire. No había nada bajo sus pies, ni tierra, ni suelo, ni agua, era como si estuviera colgada en la pared sostenida por algo transparente e invisible, con el eco de una voz que no cesaba de gimotear, la voz de una víctima arrojada al alba y que se desvaneció hasta desaparecer.

Se detuvo en el umbral de la casa que estaba, como un gemido, como un álamo solitario que se hubiera salvado de la tormenta que arrancó toda una vida. Un álamo desnudo, sin ramas, un álamo que no tenía más que un tronco roto, como la orfandad.

Como si ante ella hubiera un fondo inescrutable hacia el infinito y tras ella los escombros del país.  Así no podía dar un paso hacia el vacío, pero tampoco uno hacia la destrucción. Estaba allí, en ese punto limítrofe entre el espíritu y el cuerpo.

Como si estuviera en el purgatorio entre dos nadas, entre dos desconocidos.

Se detuvo con toda su negrura, con toda su tristeza. De su rostro solo se veían sus ojos en los que quedaban restos de lágrimas y una enorme tragedia. Una mano blanca en su delirio volvía a componer la lengua desde el principio hasta el suelo en que se apoya la semántica.

Se detuvo allí en el marco de una puerta sin casa, que no lleva hacia dentro ni hacia fuera y levantó sus manos hacia el cielo. Era el espejismo de un pájaro emigrante que cruzó hacia el purgatorio del ocaso aquel día de finales de septiembre y se inclinó como una bandera negra. La mitad de su rostro hacia el cielo y la otra hacia la destrucción y dijo: “No me quedas más que tú, no me quedan hijos, no queda nadie de mi familia, no queda nadie más que tú”. Después se arrodilló y sollozó. Cogió un puñado de tierra y lo esparció en el vacío como si lo esparciera por el mundo. Las lágrimas suspendidas en sus ojos se tornaron en espejos: en uno vi funerales atravesando el alba y en la otra lágrima vi mi rostro enterrado en la tierra.
Se detuvo en el umbral de la casa, con toda su soledad, para hablar de la ausencia del mundo, de la ausencia de la justicia, de la ausencia de la misericordia.

Se detuvo con pocas palabras para hablar de la pérdida total y cuando agitó su mano en el aire con sus dedos curvados como alas, parecía como sí arrebatase el azul al cielo buscando al Creador y después lo devolvía y lo lanzaba al suelo, como un pájaro muerto. Ya no escucho lo que dice, sus palabras me llegaban entrecortadas, pero el significado es completo y claro, como su tristeza.

“Me quedé sol…” No le quedaba aire en los pulmones para empujar la letra que faltaba para completar la palabra “sola”, pero su soledad era total, completa como la deficiencia en la moral del mundo, como la vergüenza de las declaraciones del enviado internacional en su explicación del asesinato y la violación del cuerpo humano en la masacre de Dariya. Completa como una mano a la que le faltaban dedos después de escribir sobre la pared, una mano fresca que se entrenaba en las palabras, en las primeras letras, que se agitaba en el reloj de la historia y no se daba cuenta de que había puesto la primera línea en la redacción de la historia allí en una ciudad llamada Daraa.

Se detuvo en el umbral de la casa sola, su soledad en toda su manifestación. No hace falta lenguaje para describir lo que quedaba de ella y para ella, o para informar de aquello en lo que se convirtió. La tierra que lanzó al aire son palabras, todas las palabras que quedan de una vida, unos seres queridos, una familia y una casa. Esa tierra es lo que me queda, y esparcí un puñado de ella al mundo, como si el mundo fuera quien ha muerto y no quisiera que le recuerdes lo que le sucederá. Tierra, tierra… Todos los vivo en tierra.

Agitaba su mano como una señal para el que estaba en la otra orilla no para informarle de que se había salvado, sino para salvarlo de la muerte, porque él veía y no veía, oía y no oía. Él también estaba en un purgatorio entre la presencia y la ausencia, también le faltaba lo que le diese el significado de la presencia, le faltaba la justicia, solo la justicia afirma la presencia y es testimonio de su significado. Y me refiero al mundo, sí al mundo entero, descubierto en su deficiencia.

Se detuvo en el umbral de la puerta que estaba allí, se encogió en sí misma como un álamo roto, un ojo hacia el cielo y otro hacia el suelo, y repitió lo que deseaba que llegara como un mensaje completo y que Dios lo oyera, sin deficiencias.

“Me he quedado so…” Sus labios se movían sin emitir sonido alguno. No creo que nadie en este mundo pueda escuchar lo que no se dice, como si lo que no oyéramos fueran esas llamadas de auxilio en una larga noche de masacre en la que el asesino se dedica con total libertad a degollar. Era el sonido del filo sobre los cuellos frescos, era el último gemido que no escuchamos, ese que era imposible escuchar.

Se detuvo en el umbral de la casa de los escombros  que estaba allí, en el barrio que estaba allí en la ciudad que estaba allí y el país que estaba allí. Arrancó con su grácil mano el azul del cielo y calló la oscuridad sobre el mundo.

*Novelista y periodista libanés.

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