Blog dedicado a publicar traducciones al español de textos, vídeos e imágenes en árabe sobre la revolución siria.

El objetivo es dar a conocer al público hispanohablante al menos una parte del tan abundante material publicado en prensa y redes sociales sobre lo que actualmente acontece en Siria. Por lo tanto, se acepta y agradece enormemente la difusión y uso de su contenido siempre y cuando se cite la fuente.

martes, 28 de febrero de 2012

Crónicas de la represión siria: cincuenta años de dictadura

A continuación, presentamos algunos extractos de la novela "La concha" (2006) de Mustafa Jalifa, que describen a la perfección a la dictadura siria. 
Esta vez, por el trabajo totalmente voluntario realizado, por el apoyo moral que brinda a este blog y por lo que aprendemos de él, el traductor merece que se le den las gracias de todo corazón.




PRESENTACIÓN
Mustafa Jalifa es un escritor sirio jurista de formación y cristiano de confesión que pasó doce años en las cárceles sirias acusado de actividades subversivas por pertenecer al proscrito Partido de la Acción Comunista. Aunque él mismo negó siempre haber militado en esta o cualquier otra formación política, más allá de comulgar con planteamientos afines a la ideología socialista, el régimen policial vigente en Siria desde 1963 lo mantuvo en varios presidios, entre ellos el de Tadmur/ Palmira –“la cárcel del desierto”-, centro en el que pasó tres años. De aquella experiencia, Jalifa extrajo las herramientas principales para escribir “La concha” (al-Qawqa`a, reedición en árabe en Dar al-Adab, 2008/ La Cocquille, traducción al francés, Actes du Sud, 2007)), donde se relata la tragedia de un joven cineasta sirio, cristiano también, que es arrestado a su regreso de Europa con la acusación, nunca probada y ni tan siquiera investigada, de pertenecer a los… ¡Hermanos Musulmanes! En realidad, al protagonista, Musa, se le detiene por haber cometido otra “afrenta”; sin embargo, un error de los servicios de seguridad termina incluyéndolo en la lista de proscritos islamistas. Nos hallamos en la década de los ochenta, en pleno fragor del combate librado por las fuerzas de seguridad de Damasco contra los Hermanos Musulmanes y, en general, contra cualquier movimiento político crítico con el despotismo del sistema de gobierno pergeñado por el presidente Hafez al-Asad. Desde su arresto en 1982, el caso de Jalifa fue seguido con atención por las organizaciones sirias e internacionales de derechos humanos, las cuales trataban y continúan tratando, mal que bien, de determinar el destino de miles de presos de conciencia diseminados por los presidios infectos del inaccesible sistema policial sirio. Por fin, recobró la libertad en 1994 y terminó saliendo del país. Hoy reside en los  Emiratos Árabes Unidos.

El protagonista de la novela también pasa doce años en el presidio, todos ellos en el de Palmira, en pleno desierto. Antes y después, durante meses, debe sufrir los rigores de los centros de detención de diversos servicios de inteligencia, donde es sometido a torturas físicas y psicológicas muy similares a las que, por desgracia, miles de ciudadanos sirios vienen sufriendo en masa desde el inicio de la revolución en marzo de 2011. Las palizas, las vejaciones, la cosificación en suma, padecidas en todos aquellos centros no son nada, sin embargo, comparados con el martirio al que debe hacer frente en Palmira, cuyo presidio fue descrito por otro literato sirio, Faray Bayraqdar, como “el reino de la muerte y la locura”. Como si de un descenso sin retorno a los infiernos se tratase, la misma entrada de aquella cárcel, de recuerdo ominoso, conminaba a los reclusos a abandonar toda esperanza. “Y padeceréis en esta vida un castigo enorme”, rezaba el cartelón del portalón principal. Una senda que muy pocos hubieron de cruzar en un camino de regreso incierto e improbable. La cárcel de Palmira se cerró en 2001. No deja de ser una ironía que el régimen de los Asad terminara por elevar a la cumbre de la tortura y el desprecio a la identidad del ser humano un edificio construido por el colonialismo francés para castigar y degradar a los sirios que, durante décadas, se opusieron al yugo de la ocupación. En esencia, todos los poderes represivos y brutales se parecen y cultivan una única lógica sanguinaria. Los métodos de tortura y la práctica institucionalizada del ensañamiento arbitrario son tan burdos y cansinos como la falsificación de la realidad ejercida para enmascarar una práctica criminal. Durante décadas, los sirios se han visto sumidos en una espiral creciente de opresión, convertida hoy en una agresión bestial contra pueblos y ciudades enteras. Una rebelión civil ahogada a base de misiles y ensañamiento en las mazmorras.

Musa debe hacer frente no sólo a la inclemencia de sus carceleros sino también al rechazo de sus compañeros de celda. En plena sesión de tortura, poco después de ser detenido en el aeropuerto de la capital –Jalifa nunca da nombres de lugares ni personajes históricos reales pero todo apesta a la Siria de la chusma de los Asad-, grita que no sólo no es musulmán y por lo tanto ajeno al movimiento de los Hermanos Musulmanes, sino también ateo. Este intento de argumentar su inocencia, alegando una falta de vinculación absoluta a cualquier movimiento de índole religiosa como era el de los Hermanos Musulmanes, le depara la enemistad de los islamistas. Estos lo consideran, además de impío, una especie de espía infiltrado por las autoridades para acechar a los activistas y revelar sus secretos. Nace así la intención de Musa de enclaustrarse en una concha que le aísle de su entorno, tanto de sus verdugos como de sus compañeros de celda. Durante años, tratado como un apestado por todo el mundo, se olvidará incluso de cómo suena su voz –no puede hablar con nadie- y su forma de comunicación con el exterior se reducirá a mirar inadvertidamente cuanto ocurre a su alrededor –de ahí el subtítulo de la novela, “diario de un observador a hurtadillas”- y tratar de recrear un mundo interior con el que seguir aferrado al afán de vivir. Sólo los gritos y gemidos animales que emite en las sesiones periódicas de golpes y palizas le permiten recordar que posee una voz.

Como no podía ser menos, la obra abunda en descripciones detalladas de los métodos de tortura aplicados por el sistema policial y militar sirio. El género carcelario es fecundo en la literatura árabe moderna y en él debe inscribirse el texto de Jalifa. No obstante, la crudeza y realismo de las imágenes consignadas por el protagonista y la puntillosa descripción del absurdo de la violencia gratuita hacen de esta obra, junto con un lenguaje sencillo y vivaz y un uso descarnado del sarcasmo, un texto de gran importancia para entender la barbarie del régimen sirio y la incapacidad de la población para romper el muro del miedo que ha permitido la pervivencia de uno de los sistemas políticos más asfixiantes y corruptos del mundo árabe –y ya es decir-. Sólo la intercesión de un familiar del detenido, convertido en ministro por mor de la alianza del Partido Comunista Sirio –pro régimen-, consigue, tras numerosas tentativas, la liberación de Musa y la revisión de su caso. Se descubre entonces la verdadera razón de su detención: haber proferido palabras ofensivas contra el presidente de la República en una reunión de compatriotas sirios en París. Al igual que ocurre hoy en día, los servicios de inteligencia siria disponen de una miríada de “chivatos” en el extranjero cuya mayor afición es enviar informes a la capital sobre lo que dicen y hacen los compatriotas que trabajan y estudian más allá de sus fronteras. Alguien escribió con todo lujo de detalles la ocurrencia de Musa de hablar en términos jocosos de su presidente y, años después, le tocó hacer frente a su descaro. Descartada la imputación de pertenencia a los Hermanos Musulmanes, penada aun hoy en día con la muerte, se descubre así su delito, que deberá purgar con nuevos interrogatorios y métodos de castigo nada sofisticados. Únicamente la insistencia del tío ministro evita que se le vuelva a enclaustrar en la cárcel. Por supuesto, nadie se disculpa ni da explicaciones por el error cometido.

Estos fragmentos traducidos constituyen un humilde homenaje a las decenas de miles de sirios que han padecido la brutalidad de las cárceles y los centros de detención. Hoy son innumerables los sirios que se hacinan en las mazmorras o han sido “ejecutados” por los agentes de seguridad y los mercenarios del sistema. Antes eran muy pocos los que se atrevían a plantar cara a un poder aupado a los hombros del miedo y el pavor. Hoy no es posible contarlos: son una legión. Mujeres, hombres y niños que desafían a las balas, las descargas eléctricas y las mutilaciones para pedir libertad y dignidad. Personas que han superado el miedo y, más aún, han roto la coraza con la que se habían recubierto para no ver ni sufrir ni renunciar a un puñado de ilusiones. Si el protagonista de “La concha” sale de la cárcel destruido y convertido en un ser que ya no puede esperar nada, ni mirar hacia afuera, los sirios de hoy están dispuestos a mirarlo todo y a luchar por sus esperanzas. Y no hay mayor enemigo para las tiranías que la esperanza de libertad. Por eso, sólo ciudadanos esperanzados podrán derribar la tiranía brutal, reaccionaria y chabacana de los Asad.



TRADUCCIÓN:

PRIMER FRAGMENTO:

20 de abril (sin año; sólo aparecen los meses)

Me detuve unos instantes en la escalerilla del avión. Contemplaba las construcciones del aeropuerto, las luces lejanas, las luces de mi ciudad. Qué instantes tan maravillosos.

 (…) En la ventanilla del control de pasaportes el funcionario me pidió que esperara unos instantes y siguió enfrascado en sus documentos. Al cabo, aparecieron dos miembros de los servicios de seguridad y con gran delicadez me pidieron que los acompañase (…). El trayecto, desde el aeropuerto hasta aquel edifico de aspecto deprimente en el centro de la ciudad. Un tránsito en el espacio que se prolongó durante trece años. Un salto en el tiempo. (Luego, muchos años después,tras salir de la cárcel del desierto, llegué a saber que uno de sus espías en el extranjero, que estudiaba con nosotros en París, había elevado un informe a los servicios de seguridad para los que trabajaba en donde se afirmaba que yo había proferido palabras hostiles hacia el régimen actual y me había mofado del presidente de la nación. Un crimen ciertamente grave, equiparable al de lesa traición, si no superior. La delación se había consumado tres años antes de regresar de París). En fin, se suponía, ese informe era lo que me había hecho recalar en aquel edificio que me era tan familiar por haber pasado innumerables veces por delante de él. Siempre lo hacía sobrecogido por la sensación de incertidumbre que de él emanaba y las imponentes medidas de seguridad en su derredor. (…)

(En la sala de tortura)

Sentí que más de cinco hombres me aferraban con fuerza y me tiraban al suelo. (Aun hoy, catorce años después sigo sin poder comprender o imaginar cómo Ayyub (uno de los guardias) se las arregló para meterme en aquel neumático enorme de tal forma que mis piernas quedaron suspendidas en el aire, sin poder desembarazarme por más que lo intentaba. Tampoco alcanzo a saber cómo hizo para quitarme los zapatos y los calcetines.

-          Señor, cable o vara –preguntó Ayyub a alguien que parecía ser el encargado de dirigir el interrogatorio.
-          Vara, vara, parece que el señorito es muy tierno.

Una llamarada de fuego me abrasó las plantas de los pies. Grité. Antes de terminar el primer aullido, la vara ya estaba lacerando de nuevo. Golpes continuados, gritos concatenados. Con todo, me llegó la voz congestionada del hombre:

Ayyub, cuando esté listo me llamas.

No sabía por qué me atizaban así, ignoraba qué podían querer de mí. Me atreví a gritar:

-          Hermano, por favor, ¿qué queréis de mí?

-          Vete a la mierda, maricón.

Esa fue la respuesta de Ayyub, cuyo rostro jamás llegué a ver. Me puse a contar los zurriagazos sin dejar de aullar de dolor. (Mucho tiempo después, los más experimentados me advertirían: contar los golpes recibidos es la primera señal de debilidad. Implica que el muyahid o el camarada terminará derrumbándose ante el interrogador. Entonces, cuando me lo contaron, pensé: ¡pero si yo ni soy un resistente islámico ni un combatiente izquierdista! Según me aconsejaron también, lo mejor en estos casos es concentrarse en algo que te sea muy querido y te reconforte, para de este modo olvidarte de los pies y el dolor).

Al llegar al cuadragésimo impacto perdí la cuenta. También comencé a dejar de sentir mi propio cuerpo. Los gritos habían perdido ya intensidad y se iban apagando poco a poco. Sentía que perdía el equilibrio, vértigo, todo me daba vueltas. Me habían cubierto el rostro con una capucha, pero me parecía ver el mundo en pleno dando vueltas frente a mí. ¿Estaba empezando a perder el sentido? La capucha, el vértigo, el aeropuerto de Orly, el zumo yla cerveza en la cafetería, el avión, la azafata simpática…

(…) El puñetazo del interrogador en la tripa.

-          ¿Qué te pasa a ti? ¿No eres hombre? ¡Tenías que cagarte encima! ¿Cómo te llamas?

Se lo dije.

-          Mira, perro de mierda, todavía no hemos empezado contigo, esto es una caricia comparado con lo que te espera, así que mejor que no te compliques la vida y desde ahora mismo nos lo cuentes todo. Aquí todo el mundo nos lo cuenta todito; y tú, pues también. Así que hala, desde el érase una vez hasta la vaina de las perdices, sin dejarte una coma. ¿Empezamos?

-          Señor, yo estoy dispuesto a contarlo todo lo que usted quiera, pero dígame qué es lo que tengo que contarle.
-          Bien, veamos, empecemos por los nombres de la familia.

Comencé a darle los nombres y apellidos de todos mis familiares, empezando por mi padre y mi madre, pero él me cortó con un chillido de ira:

-          ¿Te estás quedando conmigo, animal? ¿Qué me importan los nombres de tus padres! ¡Que les den por el culo! Quiero los de tu familia en la organización. ¿Vamos!

-          Pero, señor, ¿qué organización? ¿De qué organización me está hablando?

-          Ayyub, parece que este becerro se está haciendo el tonto. Tiene ganas de pasarlo mal y de chafarnos el día, de paso.

-          Señor, por lo más sagrado, por Dios, no sé de qué me está hablando, ¿qué es esa organización?

Ruido de pasos, Se me acerca. Su aliento me azota el rostro. Con gran parsimonia, me dice:

Pues cuál va a ser, la de los maricones como tú, los Hermanos Musulmanes, ¿no sabes ni a qué grupo perteneces? (…)

-          Pero, señor, si soy cristiano.

-          ¡Cristiano, dices! Así revientes, ¿por qué no lo has dicho antes? Entonces, ¿por qué te han traído aquí? Seguro que has hecho algo gordo… ¿Cristiano?

-          ¡No me habían preguntado nada, señor! Y no sólo cristiano… Soy ateo, no creo en Dios (Aun hoy en día no alcanzo a explicarme qué ataque de pedantería me llevó a decir aquella majadería. ¿Para qué se lo diría a aquel interrogador?)

-          Y encima ateo – exclamó en tono reflexivo. Luego calló, permaneció en silencio unos momentos que a mí me parecieron siglos. Oí sus pasos, alejándose de mí. Al cabo, con voz estentórea-: ¿Ateo, dice? Ummm… Pero nosotros somos un estado musulmán… Ayyub, termina tu trabajo.
Y la vara de Ayyub reanudó su tarea.



SEGUNDO FRAGMENTO:

24 de abril
(Después de un viaje de cuatro o cinco horas desde el primer centro de detención). A las ocho de la mañana llegamos ante la cárcel del desierto. (Durante el trayecto había mirado repetidas veces al reloj que aún llevaba en la muñeca. Varios me aconsejaron esconderlo… Sí pero ¿dónde? Me lo dejé puesto). Ante la prisión, decenas de policías militares. La puerta era pequeña. Encima de ella, un letrero con letras negras en relieve en el que podía leerse: “En esta vida sufriréis el castigo por vuestros actos”. Los miembros de los servicios de seguridad que nos habían llevado hasta allí abrieron las portezuelas de las camionetas y nos hicieron bajar, ellos que siempre nos habían tratado con rudeza y crueldad, con cierta delicadeza teñida de compasión. Incluso, uno de ellos dijo “Dios os asista”, intentando evitar, al igual que el resto de sus compañeros, mirar a los ojos de los imponentes guardias militares, los cuales se habían apostado en derredor nuestro formando un semicírculo, todos con una mano apoyada en la cintura y la otra haciendo bascular tediosamente una porra eléctrica o una ristra de cables tensados…

TERCER FRAGMENTO:

17 de mayo.
(De vuelta de la prisión de Tadmur / Palmira)… Damasco, mi ciudad. No podía reconocer nada de las calles por las que pasábamos, desde el coche del servicio de seguridad que me había traído de allí. La ciudad en la que nací, en la que me crié, la cual, pensaba, conocía muy bien; no reconocía sus calles ni me veía capaz de intuir hacia dónde nos dirigíamos. Había cambiado tanto que se hacía muy complicado, para alguien como yo que llevaba tanto tiempo ausente, aprehenderla de nuevo. Sólo cuando llegamos a la plaza central de la ciudad sentí que sí, que había retornado a la urbe que tan bien creía conocer. Esa fuente, sí, esa, cuánto me gustaba quedarme junto a ella, bajo la llovizna del agua que caía desde arriba. Me sentía revivir. Al llegar allí comprendí que el automóvil me conducía a la central de inteligencia en la que recalé el día de mi regreso al país. ¿Seguirían allí, después de todos estos años, Abu Ramzat y Ayyub? La vara con la que me azotaba los pies Ayyub me parecía, ahora, un juego de niños ante los horrores que tuve que ver y padecer en la cárcel de allí, a mucha distancia de aquí.

El coche se detiene en un semáforo. Miro a la gente. Escruto los rostros. ¿Qué es toda esa indiferencia? ¿Cuántos de ellos sabrán lo que ha pasado y sigue pasando en el presidio del desierto? Me sigo preguntado: ¿a cuántos les importará? ¿Es este el pueblo del que tanto hablan los políticos? ¿Al que tanto ensalzan, encomian y divinizan? ¿Es posible que este gran pueblo no sepa lo que está ocurriendo en su país? Si no lo sabe, es una catástrofe; y si lo sabe y no hace nada para cambiar las cosas, nos hallamos ante una catástrofe aún mayor. Este gran pueblo, concluí, o bien vive narcotizado o bien es imbécil. Un pueblo compuesto por un sinfín de idiotas… Alguien de entre todo ese gentío, este frutero, aquella chica que camina feliz y sonriente del brazo de su novio, quien sea, ¿podrán imaginarse siguiera quién es Nasim? Nasim, que permanece todavía en la cárcel del desierto, a la espera de que alguien le dé su medicina. Nasim, que enloqueció porque no pudo soportar toda esta realidad.

Sonreí para mis adentros. ¿Por qué pienso con tanta furia? ¿Ahora resulta que voy de activista político? Sonreí a mi pesar. ¿Me creía que todo este pueblo iba a salir a la calle a manifestarse masivamente para exigir que me sacasen de la cárcel? ¿Quién soy yo?



COLOFÓN

… La negrura ha vuelto y ha arrojado su sombra sobre todas las cosas. Miles y miles de noches pasé enclaustrado en mi concha en aquella prisión del desierto reviviendo y ordeñando cientos de sueños que me hacían resucitar y anhelar, brindándome a mí mismo la ilusión de que, si algún día me era dado salir de aquel infierno, disfrutaría lo que me quedara de vida a lo ancho y lo largo, a borbotones; que lucharía por hacer verdad todos aquellos sueños tan reales. 

Pero ahora ha transcurrido un año completo y no tengo ganas de hacer absolutamente nada. Pienso que todo cuanto me rodea es vileza, ruindad. Una inmensa sensación de pútrida debilidad. 

La nueva concha en la que me he recluido  es cada vez más gruesa y opaca. Ni siquiera siento el mínimo deseo de mirar con atención, de observar a nada ni a nadie. Sólo trato de tapar cualquier agujero, cualquier grieta, que pueda haber en este mi segundo caparazón. No deseo mirar hacia fuera. Me impermeabilizo para concentrarme en un escrutinio interior. Solo aspiro a concentrarme en mi propio ser. En espiarme a mí mismo.

1 comentario:

  1. Dolor, dolor intenso siento al leer estas palabras. En su seno hay un desgarramiento. La verdad no la conoce Occidente, o no la quiere conocer. Esta tragedia es la misma de Colombia. Acá existen más de 10.000 presos políticos que mueren de hambre y de penurias. Y todo el mundo está convencido de que Colombia es una república democrática, como lo está con Siria. Los medios de comunicación han jugado su papel. Es una gran tragedia el que una gran verdad no sea conocida por la humanidad. A la lucha en Siria se le llama terrorismo. Nos mezclan todo: que Al-qaeda, que los radicales islamistas de Irak y del Levante, que el ESL y que todos los que se oponen al terrorista régimen de Assad, comulgan la misma ideología y buscan los mismos fines. Lo mismo sucede en Colombia: todos los que pensamos distinto, somos señalados como peligrosos. ¿Quién maneja la verdad? El poder pero de los poderosos y sus socios, así esta nunca llegará a nuestra casa. La lucha de ustedes, compañeros sirios, hombres, mujeres, niños, intelectuales, personas de todas las religiones, es nuestra lucha. En el fondo del crisol se encuentran ambas y algún día, con la llama infatigable del combate, desdoblaremos su hondo contenido y lo convertiremos en el oro de la civilización humana. En el combate al verdadero terrorismo nos encontramos. Ni un paso atrás, ni para coger impulso.

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