Texto original: Al-Mundassa
Autor: Anónimo
Fecha: 13/02/2012
“Vendrá un día en que el presente será un recuerdo y en que la gente hablará de una gran era con héroes desconocidos que escribieron la historia. Ha de saberse que no eran héroes, sino seres humanos, con nombres, aspiraciones, esperanzas, etc., cuyo dolor no es menor que el de aquellos cuyos nombres pasaron a la historia”. Son expresiones entrecortadas que escuché por boca de mi amigo hace años, mi amigo que el destino quiso que conociera a muchos de esos héroes desconocidos, de los que Ziyad no es más que uno entre ellos.
Ziyad es un joven de treinta y muchos, tal vez tenga ya cuarenta, de un barrio de Homs que los medios de comunicación han ignorado. Nunca lo conocí, pero lo que me contó de él mi amigo es suficiente para que, cada vez que le veo, le pregunte por él, incluso antes de devolverle el saludo. Siempre me lleva a su mágico mundo, donde están representados el sacrificio, la valentía y la influencia, todos juntos, en un trabajador de la construcción que nunca buscó la fama. Comenzaré la historia desde el principio:
Ziyad nunca se había sentido tan nervioso como en ese momento. Apoyado en una esquina de Homs, con Mahmud y Abu Adel, miraba a cada instante el reloj y después removía el dinero que llevaba en el bolsillo, el dinero que supuestamente salvaría la vida de Ghassan. Eran más de las cuatro de la tarde, pero el intermediador no había llegado a la hora acordada. Los minutos pasaban lentamente desde las tres: “¿Nos hemos equivocado de sitio?”. Ziyad no había terminado de girar la cabeza, cuando una voz extraña le dio la respuesta por detrás: “Levantad las manos”. El intermediario había traicionado a Riyad y ahora se iba a unir con sus amigos a las filas de los secuestrados, como le había pasado a Ghassan unos días antes. Obligaron a los tres a subirse a un coche mientras que a Mahmud, los shabbiha le obligaron a meterse en el maletero del coche. En su camino a lo desconocido, la voluntad divina quiso que Mahmud pudiera abrir el maletero y escapar de manos de los secuestradores. El coche finalmente se paró y hacia él se apresuraron decenas de shabbiha que comenzaron con sus ritos sádicos de recibimiento: “los invitados”.
Ahogándose en su sangre, atado de pies y manos, Ziyad escuchaba el crujido de su huesos bajo los golpes del ancho bastón que caía sobre cada punto de su cuerpo con un rencor ciego, mezclado con las más terribles expresiones e insultos. Pero él no les hizo mucho caso puesto que lo que le preocupaba era Abu Adel. Abu Adel es un anciano de cerca de setenta años de edad y que había recibido un disparo al participar en una de las manifestaciones de la semana anterior, además de haberse sometido a una operación el mes anterior cuya herida aún no estaba bien curada. Pero esos monstruos no diferencian ni a mayores ni pequeños y comenzaron a golpearle con todas sus fuerzas sin dejar zona alguna de su cuerpo, desde la cabeza a los pies, para después darle descargas eléctricas. Así continuó la fiesta de la degradación durante diez horas, mientras permanecía tirado en el suelo entre la vida y la muerte. Ziyad pudo ver los pies de una mujer que se acercaba a él: “Vosotros nombráis a Dios antes de sacrificar a la víctima, nosotros no”. Y se rió a carcajadas mientras el rencor se reflejaba en su duro rostro. Después llegó el capítulo más terrible: el rito del sacrificio.
Le taparon los ojos con una venda semitransparente. También le sujetaron las muñecas y los oídos con una cinta ancha, para facilitar el corte. Ese es el final doloroso, bestial, cruel y atroz (llamadlo como queráis)- que tuvo Ziyad, un ser humano con un corazón magnífico, alguien sencillo que arriesgó su vida desde el principio de la revolución, como si fuera algo insignificante en el camino que no conoce el rencor. No exagero si digo que era el ser humano más humano de Homs.
Ziyad repitió la shahada [1], rindiéndose al destino y poder de Dios. Mientras el corazón le latía fuertemente solo pensaba en lo que sentirían sus tres hijos y su mujer cuando les entregaran su cuerpo despedazado. Mi amigo dejó de hablar y mi corazón se detuvo con él
-“¡Sacrificaron a Ziyad!” Y mis ojos se llenaron de lágrimas.
-“No”. Y sonrió.
Tras tres días seguidos de terror y fiestas crueles de tortura, Abu Adel, el anciano, no podía soportarlo más y la gota que colmó el vaso fue la entrada de un oficial de la seguridad en la sala de tortura. que comenzó a pegarle, mientras permanecía suspendido del techo. Abu Adel se quedó callado y no pronunció un solo “ay”, hasta que no pudo más y gritó con todas sus fuerzas: “Dios es grande”. Todo el edificio tembló con su fuerza. El silenció reinó en todo el sótano y el oficial se detuvo asombrado mientras escuchaba a Abu Adel que no dejó un solo insulto sin proferir contra el régimen fascista y sus secuaces.
El oficial bajó a Abu Adel al suelo y le dijo: “No es por usted, tío. Todos aquí somos hermanos”. “Si, todos somos tus hermanos. ¿Y te atreves a decirlo después de todo lo que has hecho?”, murmuró Ziyad para sí mismo mientras permanecía a su lado atemorizado.
Entonces llegó el día del interrogatorio, bueno, lo cierto es que no fue un solo día sino que se repetía a diario. Los inspectores intentaron por todos los medios imponerles la acusación de “grupos armados” a Ziyad y sus amigos, pero, a pesar del trato indescriptible que habían pasado, no reconocieron lo que les pedían, porque no son grupos armados.
“¿Y la financiación, todo ese dinero que os llega de fuera?”, le preguntaron a Ziyad, que no pudo esconder una sonrisa irónica. “Pregunta a mis hijos”. El interrogador pensó que Ziyad se reía de él y comenzó a golpearle con demencia, pero Ziyad no se reía de él, sino que estaba seguro de que sus hijos recordaban la noche en que no habían podido dormir del hambre que tenían porque su padre había puesto todos, absolutamente todos los víveres de la casa (que eran bien escasos), incluido el último paquete de pan, en el camión que recogía ayudas de su barrio, uno de los más pobres de Homs, para enviarlos a Baba Amro, pobre y destruido.
“¿No tienes miedo?” “¿De vosotros? No. Si tuviéramos miedo de vosotros no saldríamos a pedir libertad con nuestros pechos desnudos enfrentándonos a vuestras balas”, le dijo, con valentía, Ziyad al inspector. Eso mismo le había dicho al oficial de la seguridad en los primeros meses de la revolución cuando le hizo la misma pregunta al entrar en el hospital y retar a los presentes a que le mostraran pruebas fehacientes de que quienes asesinaban a los manifestantes eran los servicios de seguridad. Ziyad sacó su teléfono móvil y se lo dio con inocencia y espontaneidad al oficial: “Mira, esta es la manifestación en la que he estado y este agente de seguridad nos está disparando”. La cara del oficial mostró su enfurecimiento mientras apretaba los colmillos.
Las sesiones de interrogatorio continuaron mientras continuaba también la tortura con ellas y entre sesión y sesión. Finalmente, Ziyad tuvo que reconocer una cosa y así lo hizo. Era la acusación de contrabando de heridos lo que había llevado a Ziyad y sus amigos al sótano. EL contrabando de heridos comienza por arrastrarlos por las calles desde debajo de las ruinas de las casas, corriendo con ellos bajo el estruendo de las balas hasta el hospital, donde se quedan con ellos para protegerlos de la seguridad y llevárselos después por la puerta de atrás mientras entretienen a los agentes con otros asuntos que se inventan. En el camino, cambian los coches para asegurarse de que no les persiguen y los llevan a casas seguras en otros barrios, donde se encargan de cuidarlos y alimentarlos hasta que se curan. Después los llevan de nuevo a sus barrios destrozados. Esto se repite decenas de veces cada día.
Fueron días largos para Ziyad en su celda oscura durante los que se expuso a torturas tales que su pelo se encaneció. Fue también testigo de prácticas atroces contra los detenidos. Mi amigo se negó a hablar de ellas debido a su crudeza. Una mañana, Ziyad fue trasladado desde la sede de la seguridad a la cárcel central de Homs y en esa celda monstruosa en todos los sentidos, solo un hombre podía infundir tranquilidad a su corazón: un revolucionario de Al-Ramal Al-Janubi en Latakia, que había pasado ya varios meses en la cárcel.
Cada tarde inspeccionaba al resto de detenidos y los cubría bien con sus dos enormes y cariñosas manos. Pasaron días en los que soportó el dolor de sus heridas, en los que sintió el dolor por el amor a su familia y su sencillo hogar, y en los que deseó volver a retomar lo que hacía. Pero la esperanza de salir descendía día tras día. Entonces el carcelero le llamó por su nombre: “Ziyad”.
Desde ese día el equipo del hospital se ha acostumbrado a ver a un joven delgado, cojo, con la piel quemada casi negra, que lleva sus brazos rotos enrollados al cuello, que corre de acá para allá con su coche para llevar desde y hacia el hospital a los heridos, soportando el dolor crónico de su espalda. Siempre que alguien le pide que sea compasivo con su estado, él repite: “Lo importante es que dios esté satisfecho con nosotros”.
Llegó la noticia de la muerte de Mahmud en Baba Amor, tras unirse al Ejército Sirio Libre y enfrentarse a sus homólogos. Abu Adel y Ghassan siguen en paradero desconocido. En el bolsillo de Ziyad queda un pequeño papel que es testigo de una de las más terribles experiencias por las que ha pasado un hombre. En ella se puede leer: “Documento de liberación. Acusación: bandas armadas”.
[1] “No hay más dios que Dios y Mahoma es su Profeta”. Se trata de la profesión de fe que, diciéndola convencido, convierte a uno en musulmán, pues es uno de los pilares de dicha religión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario