Relato publicado como actualización de estado por distintos comités de coordinación local en Siria.
Reina* la noche y reina la incertidumbre sobre nuestras almas… Algunos hemos elegido apostarnos delante del televisor para no perdernos ninguna noticia que llegue sobre la situación en otras zonas que están sangrando en la herida de la patria. Otros, en cambio, se han sentado a soñar con una noche tranquila, aunque sea una sola, tras varias semanas. En cualquier caso, la espera habita en cada uno de nosotros aunque intentemos esconderlo. Pasa la noche, hora tras hora, y aquello a lo que nos habíamos acostumbrado cada noche no ha sucedido aún. En silencio intercambiamos una sonrisa que expresa nuestra esperanza de que esta noche dormiremos…
“Dormiremos”, nos repetimos a nosotros mismos en silencio. De pronto, levanto mi voz y rompo el muro del silencio: “Parece que hoy la noche será tranquila, gracias a Dios, podremos dormir esta noche”. Algunos nos vamos a la cama y otros parecen aún intranquilos. De pronto, se escuchan los silbidos de las balas y con ellos voces de dolor que salen de forma incontrolada de las gargantas y, de lo más profundo del sueño, en segundos, se despierta para decirnos con asombro y ojos llenos de tristeza: “Y pensábamos que dormiríamos esta noche...”
Los disparos no cesan y los ruidos de las explosiones se elevan. Algunos de nosotros rompemos a hablar para intentar saber el tipo de armas que emiten tales sonidos: "Shilka… No, es un PTR… Son cañones de mortero… No, los cañones de los tanques…" Los ruidos cada vez suenan más fuerte y comienza la silenciosa despedida. Nuestras miradas se cruzan: todos pensamos que puede ser nuestra última mirada.
El ruido se acerca cada vez más y más y con él aumentan las plegarias a Dios: “Dios, no somos nada, no te tenemos más que a ti. Ten piedad de nosotros, Dios”. Y en el instante en el que todos sienten que la muerte asoma por la ventana, decidimos salir de la habitación que da a la calle, a la que ya han llegado las balas en otras ocasiones, para trasladarnos a otro rincón de la casa en el que tal vez la muerte esté más lejos. Nos amontonamos en una habitación interior que no da a las calles de la muerte. Comenzamos a oír las voces de las casas vecinas, el llanto de los niños se mezcla con los gritos de “Dios es grande” que comienzan a elevarse por todo el barrio: “Dios es grande, Dios es grande, Dios es más grande que el opresor”. Suena el teléfono y alguien lo coge: es mi hermana desde el barrio de al lado para saber si estamos bien.
“Estamos bien”. La muerte aún no ha hecho acto de presencia, pero está a la misma distancia de todos. Continúan los disparos y se eleva el ruido ensordecedor de las explosiones y con él las plegarias de uno de mis vecinos, que se mezclan con los sollozos y el llanto. Tras cada plegaria, las voces de las casas cercanas repiten: “Amén”. Las voces de las plegarias llaman a las puertas del cielo en los momentos en que todos pensamos que el mundo entero conspira contra nuestra justa causa. La única voz que se escucha en Homs de noche es la voz de la muerte. Cuánto deseo que el mundo nos oiga en estos momentos, que escuche esas voces, las voces de la muerte, las voces del llanto, las voces de las madres que han perdido a sus hijos… Cuánto deseo hacer que mi voz llegue al mundo, contactar con el mundo y contarle nuestro sufrimiento. Gritar, gritar con todas mis fuerzas: “Nos estamos muriendo, ¿alguien se da cuenta?” Quiero llamar a todos los canales por satélite, a todos los medios, a todos los que conozco y a los que no, pero ¿alguien me creerá? Tal vez algunos piensen que he tomado alucinógenos y que he empezado a desvariar al final de la noche.
Sí, nadie nos creerá hasta que muramos, solo entonces saldrá a la luz la verdad a llorarnos en nuestros funerales, pero también puede resultar muerta en el camino y ser enterrada con nuestras almas. La muerte alcanza aquí a todos y la verdad es el mayor enemigo de los asesinos. De pronto, se corta la corriente eléctrica, tal vez por una bala perdida que ha dañado uno de los generadores del barrio o se trata quizá una vez más de la política de castigo colectivo (que sigue el régimen). Reina la oscuridad en la habitación y en ella se esconden los ojos amontonados en su interior. Ya no veo nada, pero he comenzado a escuchar sollozos y llantos en la habitación, como si hubiéramos elegido a la oscuridad para contarle nuestra desgracia. No podíamos mostrarnos unos a otros nuestra tristeza con luz, pero estaba escondida en lo más profundo de nosotros.
La tristeza habita en lo más profundo de nosotros mientras, durante los minutos de la muerte, decimos adiós a todos los bellos sueños que hemos dibujado a lo largo de nuestras vidas: decimos adiós al bello país con el que tanto hemos soñado, decimos adiós al amor, decimos adiós a todo lo bello en la vida, nos decimos adiós unos a otros y decimos adiós a la patria. Durante unos minutos, intento parecer ante los que estan a mi alrededor como alguien resuelto, que aguanta por él y por los demás. Pero en apenas unos segundos, mi resolución me traiciona y rompo en llanto junto a quienes me rodean, ocultos en la oscuridad de la noche, entre sollozos y gritos ensalzando a Dios que se elevan en cada barrio de la ciudad.
Todo se difumina en la confusión del miedo y la muerte, no son el miedo y la muerte en sí, sino el miedo a tener que despedirte de todos aquellos a los que has amado en la vida a cuya cabeza está la patria. Mi corazón se pierde en el abismo y con él mi capacidad de pensar en algo que no sea la muerte. Espero que llegue por cualquier muro o caiga del techo. La espero porque sé que nos acecha en el exterior a apenas unos metros de nosotros. Mi único deseo es encontrármela en la puerta y decirle: “Llévame y deja al resto, déjalos que vean lo que sucede para que cuenten nuestra historia, para que vivan, para que hagan realidad sus sueños, para que completen su vida, para que después de mí vivan los felices, deja a la patria vivir y deja a Homs vivir”.
Comienza a oírse la llamada a la oración del alba en los barrios más cercanos y casi pueden oírse los gritos de “Dios es grande” que antes iban precedidos por disparos de todo tipo de armas. Los disparos continúan, se detienen unos segundos, pero no tardan en volver. Cada vez que se paran, nos inunda la esperanza de que ses corazones se hayan ablandado ante los llantos de los niños y las mujeres. Confiamos en que aún haya restos de misericordia y humanidad en sus corazones, denominadores comunes que tal vez despierten sus almas como la patria o la humanidad… Pero lo han perdido todo.
Con los primeros rayos de sol, se detienen los disparos, como si los diestros en el arte de la muerte y el asesinato se hubieran cansado o como si temieran la luz del día, pues sus almas criminales no aman más que la oscuridad.
Esto es lo que sucedió en una noche de terror en Homs, cuando los platos del miedo se servían en cada barrio de Homs. Hoy se ha convertido en algo cotidiano para la gente de Homs, algo que viven día y noche. Homs es hoy una ciudad en la que solo vive la muerte.
*Aunque el texto original está en pasado, hemos decidio traducirlo en presente narrativo para darle mayor cercanía.
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