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jueves, 8 de septiembre de 2011

El Cantar de los Cantares de Hama

Texto original: Facebook
Fecha: 08/09/2011
Autor: Samir Tahan




Cuando dejé Hama por primera vez hace veinte años, lo hice para huir del puño de mi padre. Me fui a Homs, el sueño de todos los hamauíes. Especialmente deseada es la calle Dablan, aunque a día de hoy sigo sin saber por qué, pero así es. Entonces no tenía más que once años.
Nosotros los jóvenes solíamos despreciar Hama, esa ciudad que se negó a olvidar su herida y se la dejó en herencia a las calles de alrededor de la ciudadela, y que exhibía orgullosa sus cicatrices y sus defectos en el barrio de Al-Kaylaniyya a los visitantes. Despreciábamos su orgullo y su eterno duelo, presente en las galabeyas[1] blancas de sus hombres y del aullido del lamento de sus norias. Despreciábamos las conversaciones que, en cada casa, siempre terminaban por hacer alusión a la masacre vivida y a la sangre que aún no había coagulado sobre las orillas de su generoso río. Por eso, huíamos a Homs, la ciudad de los colores. Para nosotros, una generación que no había vivido la masacre de los años ochenta, era difícil comprender que una ciudad que llevaba tal herida sobre sus hombros haría a sus hijos cargar con ella fueran donde fueran, aunque no hubieran vivido su desgracia cuando sucedió.
En el cuartel de las juventudes del Baaz, que estaba fuera de la ciudad, en los noventa, descubrí por primera vez que yo venía de una ciudad-insulto. El supervisor me preguntó: “¿De dónde eres?” Yo le contesté que era de Hama y entonces me pidió que me sentara un poco alejado mientras mis compañeros de otras ciudades se acercaban a él, que evitaba mirarme a la cara unas veces e ignoraba que estaba allí otras, como si padeciera de sarna crónica. En los ojos de los que vigilaban mis exámenes en noveno curso, noté exactamente la misma mirada cuando prestaban suma atención al más mínimo movimiento que hiciera cualquier estudiante que perteneciera al mismo insulto.
En décimo curso, cuando comienza en las escuelas el reclutamiento obligatorio en las filas del Baaz, entré al examen y me senté con un grupo de estudiantes ante un comité formado por tres personas que fumaban con la voracidad de un oso perezoso. No me preguntaron sobre los principios de la teoría del Baaz, ignoraron mi mano en todo momento levantada en señal de que quería responder a la pregunta sobre los objetivos del partido, sobre la fecha de su fundación o sobre la revolución del 8 de marzo. Antes de que terminase la entrevista, uno de ellos se acercó bruscamente a mí y me pidió, ante mi desconcierto, que cantase. Entonces erguí mi sorprendida delgadez  y entoné un mawwal[2] de mi ciudad en voz alta. Todos aplaudieron y yo me vi dentro de las filas del partido.
Aprendí que esa decisión fue la más dura de mi vida porque un hijo de Hama (a ojos de los “socialistas del Baaz”) es un ignorante religioso que rechaza la música porque es una práctica prohibida. Por eso, para ellos, en su simpleza, que yo aceptara cantar suponía una contradicción con la ignorancia que reinaba en la ciudad. 
“No digas a nadie, si no es necesario, que eres de Hama”. Ese fue el consejo de mi padre cuando me mandó a la universidad. “Aléjate de los hamauíes todo lo que puedas”. Ese fue el consejo de mi madre. Y entre ambos consejos viví cuatro años en la universidad, debatiéndome entre el orgullo de decir que mi abuelo era de Homs y el hecho de ocultar dónde había nacido. Tras cinco años en la nueva ciudad, encontré una solución óptima: empecé a decir  que “La familia es originaria de Hama, pero yo soy de Damasco”, una solución que gustaba a todos, excepto a la propia Hama.
Tras diez años negando, rechazando, huyendo e insultando, perdí a mis padres y recuperé la ciudad, esa ciudad que ya no era un insulto. Había sido expulsado del partido al que entré cantando. 
Después de un tiempo, supe que no había podido entender la ciudad porque desde el principio, había enmascarado el olor de la sangre que brotaba de sus piedras, había rechazado su duelo y su aullido reprimido y le negué, como los demás, su deseo de gritar. Cuando llegué a sentir un dolor cercano al suyo, la amé. Nada puede unir a un hombre y a una ciudad tras diez años más que la muerte.
La revuelta comenzó. Daraa salió. Hama se calló. Duma se levantó. Homs flaqueó. Idleb pidió ayuda y Deir Ezzor se cansó, pero Hama se mantuvo callada.
Me sentí derrotado, engañado, incomprendido… Y comencé a justificar su silencio con el dolor de su herida, con el temor a que se repitiera la antigua masacre. Lo justificaba porque yo no le había entonado un mawwal hamauí completo como hice cuando entré a formar parte de las filas del Baaz, sino que me limité a llorar amargamente en su regazo como un niño pobre desgreñado ante la muerte.
Entonces, un viernes, vi en un vídeo una frase que decía: “Hama está dispuesta a ofrecer otros 70.000 mártires” La locura azotó mi cuerpo. Sentí la victoria, la ciudad no me había decepcionado como yo pensaba: puso fin a su duelo rápidamente y se levantó con la timidez del exhausto.
Los viernes se sucedieron, salieron manifestaciones en todas las ciudades y Hama expulsó de su cuerpo la debilidad… La visité tras esa terrible fecha y me dirigí a la plaza del río Orontes, cobarde, como un harapo.
Era un hamauí que no actuaba como tal. Junto a la primera barrera, los rebeldes me pararon y me preguntaron quién era. Fue mi tío quien les contestó: “un viajero de los nuestros”. Uno de ellos sacó mi cabeza por la ventanilla del coche riendo y dijo: “Gracias a Dios, bienvenido, ve a la plaza y mira cómo está tu ciudad”. Esa plaza, un sentimiento de embriaguez interminable…

Me quedé allí cantando tras el cantante, canté hasta que mi voz se desvaneció con la suya, hasta que nuestro dolor se desvaneció, repetí con Ibrahim Qashush las canciones y los lemas que hacían revivir, que en aquel momento no era más que una de las tantas otras voces de la revolución en la plaza del Orontes. 

Cuando desperté la mañana siguiente, estaba dormido en la orilla del río y me había despertado la voz de las norias revolucionarias. 

La cara de los agentes de los servicios de seguridad en el aeropuerto me preguntaba: “¿De dónde eres?” Y les contesté sin dudar: “De Hama”. Después preguntó: ¿De dónde de Hama? Y le dije desafiante: “¡De la ciudad de Hama!”. Me miró durante un rato y después me devolvió el pasaporte y me entregó una cajita. Volé feliz hacia París. Hama me había salvado por primera vez, no sé cómo. Caminé hacia una cafetería francesa que estaba cerca para hablar a mis amigos de nuestra valiente revolución. Abrí la caja y de ella salió el olor de la muerte. Era la garganta de Ibrahim Qashush, el cantor de Hama. Reposaba en el fondo de la caja, roja y pura, y tras ella millones de voces repetían: “Venga, hamauí hasta… Vete Bashar”. Supe entonces que él cantó a la ciudad como yo canté años atrás… Pero su mawwal era hamawí hasta la médula.

[1] Camisa larga masculina
[2] Cancioncilla popular

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