Texto original: Al-Jumhuriya
Autor: Orwa Khalife
Fecha: 12/03/2020
Me detuve al inicio de la calle, pero no entré: me quedé medio petrificado con una cámara en la mano que no puse en funcionamiento como había pensado. La escena en mi barrio destruido había detenido el tiempo y mundo. No entré ni encendí la cámara, naturalmente, aunque ya había grabado algunas escenas de destrucción y bombardeo. Después decidí que ya no quería volver a grabar.
Siete años completos llevo intentando escribir estas líneas, siete años que me separan de este día en el que decidí volver a Al-Ghuta, cuando todavía era posible, siete años en los que esa imagen se ha instalado en mis pesadillas. En ellas, veo a mi amigo Ahmad, al que el régimen asesinó en Maalula, veo el barrio, veo el salón de nuestra casa lleno de polvo, y no lo veo en escenas independientes, sino de golpe, todo en un mismo lugar.
Tal vez esa no sea la imagen más dura que se puede ver hoy en Siria, o incluso pueda parecer un chiste, pero como en todo, siempre hay una primera vez, un primer shock, y eso es lo que se queda bien dentro y, de hecho, a mí me parece más duro que el momento en que escapé del barril [explosivo] que lanzó el helicóptero sobre Saraqeb.
¿Es importante escribir esto? Cada vez que intento escribirlo, vuelve el mismo trauma: una paralización total, un intenso deseo de salir del lugar en el que estoy. La cuestión para mí no es la valentía que exige recordar ese momento, ni tampoco esos momentos han dejado en mí alguna secuela insoportable. No necesito deshacerme de ello para continuar con mi vida, no necesito recordarlos en el diván de un psicólogo. Siempre supe que era un importante comienzo de mi historia, pero ¿debo escribir dicha historia?
Durante el tiempo que ejercí como periodista, había una pregunta que me acechaba continuamente cuando pedía a la gente que contara su historia: ¿les provocaba un nuevo dolor? ¿Qué es importante y qué no? ¿Cómo evitaba causar más traumas derivados del recuerdo? Tratar con hechos traumáticos no es algo banal, como tampoco sabes si estás haciendo, sin querer, que se recuerden cosas que tal vez permanecían enterradas. Cuando preparaba un reportaje sobre el pan sirio en Turquía [1], pregunté a un hombre desplazado desde la zona rural de Damasco su opinión sobre el pan sirio en la ciudad de Gaziantep. Posteriormente, descubrí que había perdido a su hijo frente a uno de los hornos de pan que los aviones del régimen habían bombardeado, matando a quienes hacían cola en la puerta del mismo.
No podemos dejar de recordar o contar lo que sucede. Sería hipócrita decir eso, y más en un texto que escribo en Al-Jumhuriya sobre el recuerdo y la narración de nuestra historia, pero ¿cuáles son los límites que podemos establecer?
No hay respuesta definitiva, pero sí hay algo que podemos hacer. Comencemos por lo más sencillo, con el caso de la reportera del canal Addounia, Micheline Azar, que interrogó a las víctimas de la matanza de Daraya mientras agonizaban, en una escena macabra[2]. No podemos interrogar a las víctimas cuando están en estado de shock y, por supuesto, no podemos interrogar a los familiares de los asesinados y heridos. Eso sería un crimen: la escena de esa reportera que irrumpió en las calles de Daraya, cuando sus habitantes estaban tirados a los lados de la calzada, fue una muerte atroz ante la cámara del asesino. Un ser humano no puede hacer algo semejante, te dices, pero por desgracia, esta es el ejemplo que lo desmiente; sin embargo, lo más complicado es que ese tipo de situaciones se han repetido, y no por parte del asesino, sino de los periodistas sirios que querían, sencillamente, documentar las violaciones cometidas por el régimen. He visto muchas grabaciones de padres y madres que llevan en brazos a sus hijos muertos con las que el periodista quiere documentar los hechos: se trata de una cuestión polémica, lo sé, pero en algunos casos, el periodista les hace preguntas directamente. Ahí es cuando pasa a ser un crimen.
En la última escalada militar y campaña salvaje de bombardeos sobre Idleb, el permiso dado por Turquía a la entrada de medios internacionales a la ciudad provocó la entrada de muchos periodistas verdaderamente valientes para cubrir lo que sucedía en una zona testigo de uno de las más terribles desastres de nuestra época. En este contexto, es muy probable que nos encontremos con periodistas de la CNN o del Washington Post en la ciudad de Idleb o cerca de los campamentos fronterizos.
Uno de mis amigos en Idleb me contó que el equipo de grabación de un canal internacional presionó fuertemente a una víctima de los bombardeos y el desplazamiento para grabar con él, presión a la que contribuyeron algunos sirios, humillándole directamente con comentarios del tipo “¿Eres un shabbih [3] o qué? ¿Por qué te da miedo que te graben?” Esta no es la primera vez que esto sucede, claro, pero la coerción para recordar o contar lo que ha sucedido en cualquier situación y la presión, los engaños y las mentiras para que las víctimas cuenten lo que ha sucedido, no es aceptable en absoluto.
Lo que acabo de decir no es un llamamiento al silencio, por supuesto, sino que es en realidad lo contrario: un llamamiento a escribir y ayudar a las víctimas a contar lo que ha sucedido, pero no a cualquier precio. Hoy, cuando nos vemos frente a las consecuencias del aplastamiento completo de la revolución por parte del régimen en Siria, necesitamos nuestra propia voz, y necesitamos decir lo que sucede, porque olvidarlo supone olvidar a todas las víctimas y a los detenidos que siguen estando en los sótanos de los servicios de seguridad, pero no a cualquier precio. Las víctimas no son instrumentos desprovistos de humanidad para repetir la narración de las historias tristes en actividades de apoyo o en las páginas de los artículos y los libros que quieren dejar constancia de los crímenes. No podemos luchar contra las violaciones cometiendo nuevas violaciones.
Ante la imperiosa necesidad de dejar constancia de todos los detalles generales y particulares que conforman la historia de los años a partir de 2011, la capacidad que tengamos de ayudar a quienes quieren y están preparados mentalmente para contar sus historias y testimonios es nuestra principal misión, pero no interrogarlos. El caso del ex detenido Mazen Hamada ha tenido una fuerte repercusión [4]. No dispongo de los datos concretos ni puedo, evidentemente, basarme en los rumores e historias que circulan como pruebas inequívocas, pero psicológicamente, según la mayor parte de esas versiones, el hombre estaba desequilibrado, ya que aparentemente había sufrido brotes psicóticos. Los llamamientos a que Mazen contara su historia no fueron los que lo provocaron, suponiendo que estas historias sean ciertas, y en realidad puede que no haya razones claras para la psicosis, pues los traumas psicológicos no son los únicos que provocan esa condición o síntomas de esquizofrenia, pero ¿quienes realizaron esos llamamientos eran conscientes de su situación psicológica? Detectar síntomas de psicosis no es tan difícil. La historia exige muchos detalles complementarios, naturalmente, para considerarla un ejemplo, pero considerando tales condiciones, cómo puede pedírsele a un enfermo de psicosis o que sufre problemas psicológicos que tal vez anulan su capacidad de elección, que cuente lo que sucedió? La verdad es que no deberíamos pedirle eso nunca, pues los únicos capacitados para ello son el médico y el psicólogo.
Todo esto no son simples intentos bienintencionados para empujar a la gente a que cuente las atrocidades del régimen en Siria, pues en los últimos años se ha desarrollado una estructura más o menos organizada para documentar y registrar dichas atrocidades, que ha desarrollado sus propios mecanismos para exportar las imágenes de lo que sucede en Siria, algo por lo que la gente ha pagado con su vida, pero dichos mecanismos jurídicos y periodísticos organizados con sus enfoques particulares para contar lo que ha sucedido han cometido y siguen cometiendo esos errores. Naturalmente, los detenidos y sus familias deben hablar de esas atrocidades que han sufrido, cosas que no podemos ni imaginar que suceden, o que han sucedido solo en el episodio más negro de la memoria mundial en Auschwitz, durante el Holocausto.
Pero, nuevamente, no puede ser a cualquier precio, empujando a las víctimas que sufren desequilibrios mentales a hablar y hacerles recordar sus traumas en entornos no seguros, a diferencia de lo que les pueden ofrecer los tratamientos psicológicos, ante extraños a quienes ven por primera vez y a quienes no volverán a ver. Contarán detalles extremadamente atroces de aquello a lo que se han enfrentado: ¿no deberían tener antes la libertad de elegir y la capacidad de dar su consentimiento en plena posesión de sus facultades para ello? Parece que la petición ordinaria de que se narre la historia que realizan los programas de financiación jurídica y la necesidad de los medios internacionales de contar con historias humanas de la guerra, cualquier guerra, han llevado a conformar espacios no seguros para las víctimas. Quienes han sufrido la tortura del mujabarat de las peores formas tiene derecho a guardar silencio y olvidar: no están obligados a hablar y, naturalmente, no se les debe empujar ni presionar para que cuenten su historia.
Del mismo modo que tenemos derecho a hablar, el derecho a contar lo que nos ha sucedido, también tenemos derecho al silencio, el derecho a no tener la valentía de recordar las atrocidades que sufrimos. ¿Qué garantiza a quien no quiere hablar ese recuerdo doloroso servirá para algo? En la historia de Ministerio del Dolor, que se tradujo al árabe bajo el título de Patria del dolor, la novelista croata (aunque probablemente prefiera el gentilicio de yugoslava) Dubravka Ugresic, dice: “Cuánto duele la extrema lentitud de la justicia”. Se pregunta por el sentido de que los criminales rindan cuentas después de que sus víctimas, que sobrevivieron a ellos, hayan fallecido antes de que se hiciera justicia. En realidad, la justicia de la que son adalides las actividades de documentación de lo sucedido es esa misma justicia lenta: aquellos a quienes pedimos que cuenten su historia tienen derecho a preguntarse por el sentido de todo ello.
No hay nadie consciente y bienintencionado que quiera convertirse en Micheline Azar, la reportera del canal Addounia que participó en el crimen de Daraya. No digo que nadie vaya a llegar a eso, pero parece que existen zonas grises en lo que hacemos para narrar lo sucedido que pueden llevarnos a cosas terribles. Interrogar a la muerte puede ser un crimen tan claro como el de Micheline o no tanto, como ha sucedido en muchas ocasiones. Debemos decir lo atroz, contarlo y enfrentarnos a ello y mantenerlo vivo, pero no a cualquier precio.
[1] Disponible aquí en árabe.
[2] Aquí puede verse una noticia relacionada en inglés.
[3] Término utilizado para referirse a las milicias paramilitares perpetradoras de matanzas contra opositores al régimen o zonas civiles bajo control de la oposición; sin embargo, aquí se utiliza como sinónimo de partidario del régimen.
[4] Esta persona decidió volver a Siria, donde fue detenido. Parte de su historia puede leerse aquí en inglés.
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