Autora: Muna Rafei
Fecha: 05/12/2019
Muna Rafei lleva varios meses escribiendo para Al-Jumhuriya, desde zonas controladas por el régimen, contando cómo lo vive y las contradicciones que ello le produce. Hoy habla de esa sensación de cárcel en la que vive y en la autocensura continua provocada por la paradoja de vivir "libre" bajo la sombra del régimen carcelero.
Lo primero, saca el portátil y asegúrate de que es de noche, de que todos están dormidos y de que los sentidos de las paredes están desprevenidos. Vigila los exhaustos pasos de tu madre y tu padre, que temen a familiares y vecinos, a los transeúntes por la calle, a quienes suben en silencio por las escaleras del edificio y a todo el que tiene pequeños ojos agudos, o quizá, grandes y acechantes. Aleja de tu mente, aunque sea temporalmente, el fantasma del miedo que amenaza a tu familia y a tus hermanos a los que amaste tanto, porque ese fantasma, cuando te vea enfrascado en la tarea de escribir lo que piensas claramente en esta vida efímera, se sentará a tu lado, del mismo modo que la desesperación que se sienta en el banco de Jacques Prévert[1], y paralizará tus miembros. Mata al fantasma del miedo poniendo frente a él la imagen de los niños víctimas de una matanza, o la imagen de una familia cuyos cuerpos colapsaron bajo sus casas desplomadas sobre ellos, o la imagen de los mercados destruidos de Alepo que nunca imaginaste que no volverías a ver; o mátalo con las canciones que entonaba el mártir Sarut[2]. El fantasma morirá entonces de forma inevitable, o al menos durante un breve espacio de tiempo.
El programa de cifrado es un requisito indispensable para tu seguridad electrónica. Habla con tus amigos en el exterior, esos que aún se acuerdan de ti, por si alguno de ellos te ayuda a instalar una copia segura. Cuando se alargue la espera y no te llegue respuesta de ninguno de ellos, pregunta a tus amigos desconocidos -como tú para ellos- en las redes sociales por un programa de cifrado que te proteja del mal de la vigilancia. Te propondrán programas que conoces bien, pero les darás las gracias igualmente, y los utilizarás aunque no confíes en ellos, y a sabiendas de que no servirán si tu enemigo se propone seguir lo que haces, pues no tienes alternativa. Haz tus cálculos para ese momento, pues ahora serás Sherlock Holmes en su versión siria oculta, a falta de su pipa, su inteligencia, su heroísmo, su valentía y su claro descubrimiento de los asesinos, a los que pone sin dudarlo a disposición de la justicia, pero con la salvedad de que tú sí conoces al asesino, a tu asesino, al asesino de todos los que amaste un día y que después murieron y desaparecieron, o huyeron y te dejaron.
Cuando comiences a escribir, te atacaran las contradicciones en las que vives, las que cometes. Recordarás que ayer fuiste al funeral de un militar y presentaste tus condolencias a la familia, obligado, porque no tienes capacidad de huir de estas situaciones. Recordarás que en menos de una semana has pagado más de tres sobornos para agilizar algunos trámites rutinarios importantes para tu familia. Recordarás también tus múltiples sonrisas y saludos a quienes sabes bien que te odian en lo más profundo de su ser, un odio que tú también les profesas en la misma medida, y ambos lo sabéis. Quítatelo de la cabeza sacudiendo tu mano como si un mosquito se empeñara en molestarte y adopta el papel del observador acechante que quiere transmitir la imagen de lo que sucede, pues todos aquí se han quedado mudos y les han cortado la lengua, y en este momento tú eres su lengua, que osa moverse en su cueva para decir todo lo que desea decir. Expulsa de tu pensamiento, aunque sea con mucho esfuerzo, a tus amigos shabbiha del trabajo, la universidad o del edificio en que vives, o incluso entre tus antiguos conocidos. Esos en concreto te torturarán y te impedirán escribir apareciendo en tu memoria. Libérate de todos ellos y olvida que te encuentras bajo la sombra de tu asesino, el asesino de tus seres queridos, cuando empieces a escribir la primera línea, o la primera palabra. La primera línea será la más difícil siempre, pero te acostumbrarás una vez hayas escrito varios textos.
No pienses demasiado en el nicho de militares cercano a tu casa, ni en los lemas de glorificación que lo decoran, ni en los colores de las banderas rojas que se elevan sobre ellos. Date un leve manotazo para recordarte que ahora estás en tu habitación, donde no hay imágenes, ni lemas, ni uniformes militares, y donde los pasillos asfixian hasta tu respiración y la del resto de miembros de la familia. Si sientes que la leve brisa que entra por tu ventana presiona tu pecho, ciérrala, cierra el portátil y destierra la idea de escribir de tu cabeza ahora; pero sabe que te perseguirá y acabará venciendo a tu miedo en un momento inesperado, en que verás cómo tus dedos presionan las teclas del teclado y escriben lo siguiente:
“Cuando os alegráis de las sanciones estadounidenses contra el régimen porque afectarán a quienes lo apoyan, y nos incluís a nosotros en ellas porque aceptamos vivir bajo su sombra, cometéis una injusticia, e incluso resultáis ingenuos. Con seguir un poco el tema, sabrías que el verdadero afectado no es el régimen, ni sus pilares, ni sus colaboradores, sino nosotros, las personas normales y corrientes que nos hemos convertido en una especie de animales errantes, a los que nos unen la torpeza, la sed de comida, de sexo y de arremeter unos contra otros y presumir de ello. ¿Veis el gato que se erige arrogante sobre el contenedor de basura que recordó Luqman Derki en su poema [3]? Tal vez tú, el gran hombre en nosotros, no alcances la tranquilidad de sus suaves patas flexionadas sobre el borde del contenedor ni a la elevación de su nariz; sin embargo, nos enorgullecemos de ello, porque hemos perdido todo, y vosotros, también. La diferencia es que el contenedor sobre el que os eleváis tal vez esté más limpio”.
Te detendrás unos instantes en las últimas frases, y las borrarás al pensar que se te ha ido la lengua contra quienes son como tú. Las borrarás y mirarás con humildad a la pantalla blanca, donde volverás a pensar qué debes decir y a quién debe apuntar el dedo acusador.
Y hete aquí volviendo a escribir. No dejes de escribir de pronto si el flujo de las letras se ve interrumpido por el pánico ante una fuerte llamada a la puerta de tu vecino a las dos de la mañana y no te alarmes cuando escuches en la noche el sonido de disparos provenientes de los barrios vecinos. No permitas que el flujo de las balas sustituya al de tus ideas, porque lo cortará y las dispersará. Intenta recomponerte y ordenar tus ideas. Tus dedos apretarán las teclas y escribirás “El manicomio sirio”. Pensarás que esa simple expresión es suficiente para constituir un texto completo, pensarás en primer lugar en tu lector, y en que debes divertirle, hacerle llorar, hacer que disfrute, enojarlo o facilitarle nuevos datos para que comprenda lo que vives en la gran cárcel, cómo la gente interactúa con lo que sucede a su alrededor y cómo reaccionan a lo que les sucede a ellos. Desearás dibujarle a tu lector cómo ves a la gente a tu alrededor, con la figura encorvada y las cabezas en horizontal, a la altura de los hombros. El horizonte aquí no es esa línea romántica lejana que separa el mar del cielo, o la tierra del espacio, o el sueño y la realidad, sino que es esa línea que ha descendido mucho y a cuya altura te sitúas, junto al encorvamiento y la inclinación de las cabezas.
El programa de cifrado funciona y debes escoger el tema del texto con precisión. Recordarás a las jóvenes detenidas que confiaron en ti y te contaron algunas de sus historias y se te ocurrirá escribir algo sobre los horrores que presenciaron y cómo ahora viven cautelosas, con el pánico de volver a caer en el mismo infierno. La conciencia del periodista en ti te exige que les pidas permiso para escribir sobre ellas, pero sabes que les meterás miedo con tu petición, y que tal vez desconfiarán de ti y quizá se arrepientan de haber hablado contigo. A pesar de ello, no podrás evitar recordar a la joven que fue detenida a consecuencia de un informe tendencioso de una amiga suya. Pensarás que vas a levantar el velo que cubre del rostro de la mujer para contar sus rasgos y su situación y en cómo vas a disimularlo todo para que no le cause ningún perjuicio. Entonces te relajarás ante la idea de que está contando su historia porque está en un lugar seguro fuera de ese infierno y, con sus palabras, transmitirás con seguridad lo que le sucedió:
“El carcelero…” Punto. Dejas de pronto de escribir lo que sucedió, sientes un nudo, sientes la vulgaridad y la humillación, pues ya se ha escrito mucho sobre ese tema, sobre todo porque siempre va ligado a la pregunta de si la mujer conservó su virginidad, esa misma pregunta que las mató mil veces tras salir de la cárcel: “¿Te hicieron algo? ¿Sigues siendo pura?” El futuro marido respondió a una de las detenidas: “No me importa lo que te hicieran, pues yo te acepto y me enorgullezco de ti”. Parece que lo que le sucedió a esa chica fue una excepción para reconfortar y satisfacer a los lectores, o a algunos de ellos. En cuanto a ti, la sangre te hierve, sobre todo cuando los ves cada día, ves a los torturadores de esas chicas, sus semejantes y sus homólogos, les sonríes y les estrechas la mano, e incluso les das un beso. Sin embargo, por la noche, a oscuras, en el temible silencio, escribes sobre ellos, esos que se afanaban en golpear a la joven de dieciséis años en el vientre o, en concreto, a la altura del útero, hasta que se le cortó la menstruación, para volver a golpearla de nuevo con dureza en el ombligo al saber que le había vuelto la regla. Después, la pena que sintió el juez al verla y su decisión de liberarla cuando ya estaba prácticamente loca, soltándola en las afueras de Damasco. Pensarás en su perdición y sus súplicas a otras mujeres para que alguna le dejase su teléfono para llamar a su familia y decirles que había salido. “Semanas después de liberarme, detuvieron a mi madre”. La sangre vuelve a hervirte, la sangre hierve en tus venas. Piensas en cambiar el tema del texto porque el lector no verá a la mujer, ni sus lágrimas, ni su angustia por sí misma, sus hermanos y su madre, pero tú sí la has visto; porque el lector no verá a los asesinos y sus semejantes andando por las calles y fijando su mirada en ti hasta rompértela, pero tú sí los ves. La cuestión no es el texto, ni el lector, sino la necesidad de la palabra ante la prolongación del significado.
El programa de cifrado sigue funcionando, o eso dice, aunque tu copia es antigua y está plagada de anuncios, y no es la copia extranjera certificada de una empresa reconocida, pero “bueno, no pasa nada”. El mero hecho de que esté instalado en tu ordenador te da seguridad. La noche está tranquila y apenas acaba de comenzar, te ronda la idea de escribir sobre el hombre con el que te encontraste hace un tiempo, que había abandonado recientemente el ejército, y que te habló muy generosamente sobre el curso de jurisprudencia religiosa que recibió durante su servicio en el ejército con ayuda del profesor “que Dios se lo pague”, después de que los oficiales iraníes lo escogieran precisamente a él entre sus compañeros para participar en ese curso que se imparte a algunos militares escogidos, ya que en su rostro se perfilaba la “piedad”. Esos oficiales iraníes inocentes que quieren que entre los miembros del ejército haya personas temerosas de Dios, cuyas frentes conocen la prosternación y que saben rezar, cada uno según su fe. Solo por eso, los oficiales trajeron a “jeques suníes para los jóvenes suníes, y jeques de tal o cual religión para los jóvenes de tal o cual religión”, según contaba el hombre literalmente. “Nos dividieron según nuestra confesión y cada joven recibió un curso en que se impartía jurisprudencia religiosa de manos de jeques de su confesión para que no se diga que los iraníes intentan cambiar la fe de las personas” porque ellos, para que quede constancia, “no quieren eso, e incluso nos dieron muchos perfumes y libros de regalo tras el curso, que regalé a mi profesor, que casi lloró de la emoción y que de hecho lo hizo al despedirme tras ser desmovilizado de la reserva”.
“No me preguntéis por mi corazón, pues las preguntas sencillas son como un proyectil y las preguntas complejas, un suicidio”, dice Riad al-Saleh al-Hussein [4]
No terminas el artículo sobre ese hombre, cambias de idea totalmente porque sabes que, ese día, temiste hacerle una pregunta, sencilla o compleja, sobre los detalles del curso y quienes participaban en él, y sobre los objetivos del mismo, sobre cuántas veces se ha impartido y a quién se aplica, y sobre qué piensa de ello el régimen al no ser él el responsable. Temes preguntarle cualquier cosa, incluso por el lugar en que se impartió y lo único que sabes es que se celebró en una sala de lujo y que se subían a una tarima para responder a las preguntas de los jeques, para que estos decidieran quiénes obtenían los resultados más altos, entre los que estaba él mismo. Le das la enhorabuena por ello, y le dices “bendito sea Dios, ojalá haya muchos como tú”. Piensas que estás engañando a tu lector si no le das un pequeño detalle: sí, le diste la enhorabuena al hombre y sonreíste ante su rostro lleno de orgullo por su éxito, para descubrir posteriormente que todo lo que te había contado era una introducción para pedirte un trabajo que le bastara para evitarse la humillación de pedir para alimentar a su familia, pues está arruinado y sus hijos “hambrientos”. Las ideas vacilan en tu cabeza, sobre todo porque en ese momento dudaste sobre si ayudarlo, pero te frenaste en el último instante por miedo a pesar de “la piedad” que brillaba en su rostro, y piensas que el lector tiene la misión de emitir un juicio ponderado sobre lo sucedido.
Aún no has terminado el texto, pero lo guardas con paciencia y cariño y lo escondes con un nombre falso y absurdo en carpetas dentro de otras carpetas, que se incluyen en otras carpetas a las que piensas que no llegará nadie si tu ordenador, Dios no lo quiera, cae en manos de quienes no deben saber lo que haces. Te olvidas del lector, y del curso de jurisprudencia, del útero vuelto sobre si mismo, del periódico, y piensas que todo lo que haces es una mezcla de seguridad y traición, de enfrentamiento y de huida. Sientes que estás al borde de la locura, y que eres simplemente ojos, oídos y dedos, pero no boca, ni voz, ni imagen. Después respiras profundamente y cierras los ojos. Gracias a Dios que existe el programa de cifrado. Estás a punto de terminar el texto, piensas en el editor con el que te comunicas y en lo que dirá, en las críticas y los comentarios. Piensas que quieres que los editores publiquen tu texto tal cual, con sus errores gramaticales y ortográficos, con su falta de cohesión y su dispersión de ideas, y todos los errores que contenga, porque no te importa más que el hecho de que la línea recta dibujada en tu rostro, que parece una boca, es una mera línea pequeña de carne verdaderamente recta, ni más ni menos. Piensas que tu verdadera boca está en tu corazón, o en tu pecho, y desearías poder destrozarla o cortarla, para que se calle, porque no puedes devolverla a su estado natural. También piensas en los lectores y les guardas rencor, rencor frente a esos ojos que no verás mientras leen tus palabras, o que no verás y a los que directamente no les importa lo que escribes. Les guardas rencor a las buenas opiniones y también a las críticas que tal vez expresarán las bocas que no escucharás mientras leen tus palabras. Les guardas rencor a los lectores, los virtuales, porque sientes que deben estar contigo, a tu lado, delante y tras de ti, porque los necesitas, porque te sientes solo, muy solo… Porque lo que escribes es efímero, porque ellos también pasan efímeramente por tus palabras, porque… Porque no te ayudarán ni siquiera a conseguir un programa de cifrado seguro que te proteja, aunque sea de forma imaginaria, de las cosas que deseas decir y temes decir. Ellos disfrutan del lujo de escucharlas o leerlas, el lujo de escuchar tu voz oprimida, perdida, amputada que sale del profundo de tu pecho exclusivamente y no de tu boca, la línea recta, y ni siquiera de tu cabeza. Por último, piensas, cada vez que lo haces, que esta será la última vez que escribes, la última que caminarás por ese camino y que enviarás un texto, mientras lees en silencio la aleya que dice “Les hemos colocado una barrera por delante y por detrás, que los cubre de tal modo que no pueden ver” (Corán 36:9). Vuelves a exhalar por tercera vez sobre la pantalla, después respiras aliviado cuando el texto le llega al editor. Esperas media hora. Gracias a Dios, sigues en tu casa. Dos horas, tres, una noche entera, la mañana del día siguiente, y el de después, y uno más… Gracias a Dios, todo está bien, y la calma te vuelve progresivamente, y ahora te ves pensando, de nuevo, en un nuevo texto y un nuevo programa de cifrado que te pueda proteger de tu asesino.
[1] Referencia al texto de Jacques Prévert “La desesperación está sentada en un banco”.
[2] Más sobre Abdelbasit Sarut aquí.
[3] Poeta sirio que apoyó la revolución. Si el texto al que se refiere la autora es el que creemos, describe una pelea de gatos por unas bolsas de basura hasta que uno se erige triunfal sobre ellas.
[4] Uno de los poetas sirios (1954-1982) más importantes de la poesía de verso libre.
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