Texto original: Soriat (recientemente creada para dar voz a las mujeres de la revolución)
Autora: Razzan Zaytouna
Fecha:22/04/2012
Necesito ver varios vídeos de víctimas para asegurarme de su
identidad y de los detalles de su muerte. Son decenas a diario y en los días en
se hacen añicos los cimientos de los edificios, son centenares en apenas horas.
La media de visionado de cada vídeo es de un minuto. En una hora puedes ver sesenta
cadáveres, a no ser que las tomas sean de masacres colectivas. En esos casos,
los números se multiplican.
Cadáver tras cadáver, algunos en la mortaja y otros aún
envueltos en sus heridas y su sangre, En algunas caras se vislumbran el terror
y la sorpresa: “¿Eres tú, muerte?” Otras caras parecen dormidas con la paz que
reina en su rostro y también las hay bellas, de piel suave y bocas pequeñas
fruncidas, con una sonrisa inteligente de soslayo. Las víctimas infantiles y su
eternidad en nuestros espíritus.
Las mujeres son las que menos aparecen en los vídeos, y se
hace prácticamente necesario dibujar los rasgos de la víctima en tu
imaginación. Las mujeres mártires se van con el silencio de Youtube y en muchas
ocasiones no se nos permite presenciar los ritos de duelo en los primeros
momentos de ausencia.
Sin embargo, las más dolorosas tomas son las que muestran cómo
las víctimas respiran sus últimas bocanadas de aire. En esas situaciones, te
ves obligado a respetar esos momentos y no cambiar a otro vídeo o documento.
Debes apretar la mano del que está tendido ante ti en la pantalla del
ordenador, clavar la mirada en sus ojos aunque el dolor los aparte, escuchar
sus últimos estertores. Tal vez diga algo en la lengua de la distancia entre la
vida y la muerte. Tal vez lance una disculpa a un ser querido o un “te echaré
de menos” a una madre. Tal vez simplemente cante… Querrías escuchar, pero los
que rodean el cuerpo incorporado por el dolor no te dejan recibir el mensaje.
Se gritan los unos a los otros: “Di la profesión de fe, di la profesión de fe [1]”.
Si estuviera en su lugar, tal vez desearía que me dijeran que voy a vivir y
cerrar mis ojos con la bella esperanza de volver a mis seres queridos. O tal
vez querría que alguien me abrazara en mis últimos momentos y acariciase mi
cabeza en silencio. Más aún, la mayoría de esos cortes terminan antes de que el
espíritu salga del cuerpo, y los últimos estertores se quedan en la memoria sin
llegar nunca el silencio de la muerte.
Hay muy pocos vídeos de víctimas que grabaron unas palabras
antes de morir. Algunos no contienen más que sus miradas y algunas palabras a
sus seres queridos. Abd al-Muhaymin al-Yunis está tendido sobre la hierba,
frente a su rifle, retorciendo entre sus dedos los palitos del suelo. Nos pide
que si muere, recemos por él, y luego dice que echa de menos a su madre. Casi
podemos ver lágrimas en sus ojos. Sin embargo, los héroes del Ejército Sirio
Libre no lloran, por eso aparta su rostro de la cámara y pide al que graba que
deje de hacerlo.
Me gustaría llorar cada vez que recuerdo los detalles del
vídeo, pero no lo hago: los expertos de la muerte tampoco lloran. No logra
derramar sus lágrimas ni siquiera un vídeo de un padre en la ciudad de
Al-Rastan, que corre como un loco, llevando entre sus brazos a su hijo cuyo
tronco inferior se ha convertido en un esqueleto, debido a un proyectil que
perforó la inteligencia y que dejó la cabeza algo mejor para que el padre
pudiera distinguir a su hijo y acariciarle el pelo por última vez.
La historia de los padres y los hijos es otra historia en
los vídeos grabados de las víctimas. Generalmente, cuando la familia está
presente, el ambiente está cargado de llanto, lamento y albórbolas de tristeza
que salen de gargantas quemadas por el dolor. La madre eleva plegarias al cielo
para que los asesinos prueben la sensación de quemazón en el corazón al ser
privados de lo que ha nacido de su ser, y los hijos elevan plegarias para que
los asesinos prueben la angustia de la orfandad y la pérdida. Uno de los niños
me sorprendió con su insistencia en que se padre no se había ido porque sus
ojos estaban clavados en los suyos y no dejaba de decir a los que miraban el
cadáver que estaba vivo: “Os lo juro, está vivo, tiene los ojos abiertos”.
Algunas madres nos engañan, o al menos lo intentan, despiden a su hijo sin
derramar una sola lágrima, en voz baja y con mucha calma, como si el monte
hablase desde su cima o el valle desde su garganta. Lo consideran un mártir a
ojos de Dios y esconden su dolor no sé dónde ni cómo. A esas las quiero mucho,
son expertas en certificar la muerte, saben bien qué significa no poder llorar
cuando uno debe aguantar el llanto. ¿Acaso la congoja no es un derecho humano
fundamental inalienable en momentos como ese, omitido por error en los
convenios internacionales?
Los detalles de la muerte son interminables, están en miles de vídeos
grabados. Los expertos en certificar muertes como nosotros no lloran, les basta
con ser testigos con bocas vacías y ceños fruncidos. En momentos concretos,
escuchan una voz que aúlla en su interior y no dejan de preguntarse si ellos,
los que certifican la muerte a través de las pantallas de sus aparatos o los
que lo hacen usando sus dedos y manos, volverán un día a ser seres “naturales”
o si la muerte los habrá dejado en una especie de limbo para siempre.
[1] La frase que todo musulmán ha de decir con convencimiento: No hay más
dios que Dios y Mahoma es su profeta.
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