Texto original: Ayn al-Madina
Autor: Aus al-Mubarak
Fecha: 04/09/2015
"Los altavoces de los alminares de las mezquitas me despertaron
a las tres de la mañana. Repetían que la gente llevara mantas al
hospital. Me quedé pensando en cuál sería la razón, hasta que llamaron a todos
los médicos para que se dirigieran al hospital. Me vestí y salí. Por el camino
me encontré a gente que llevaba mantas, con el rostro pálido, corriendo a pesar
de lo cargados que iban. Me contaron, casi sin voz, que el régimen habría
bombardeado Al-Ghouta con armas químicas y que los hospitales estaban
abarrotados de heridos y muertos. ¿Por qué los altavoces no habían dicho eso?"
El doctor Muhammad Darwish continúa: “Vi un camión que
llegaba en ese momento al hospital, con la gente amontonada dentro. A mi
alrededor había mucha gente: algunos habían ido a ayudar a sacar a los heridos
y quitarles la ropa antes de rociarlos con agua. Desde dentro llegaban los
gritos. Cuando recuerdo la escena al entrar, no se me ocurre otra forma de definirla
que el apocalipsis. No se podía pasar entre los cuerpos tirados sobre el suelo,
cuerpos que quizá no habían sido examinados aún para saber si seguían vivos o
estaban ya muertos. La ropa se amontonaba aquí y allá. Las mesas de material
médico eran un auténtico caos. La gente cargaba a los heridos o los muertos, y
los enfermeros voluntarios no estaban entrenados para tratar casos de
armas químicas, por lo que lo único que podían hacer era dirigirse a los médicos, que
apenas eran unos cuantos, entre ellos la doctora Asma y el doctor Sajr”.
El doctor Sajr cuenta: “Yo era el director del hospital y me
llamaron al móvil para que fuera. Me informaron de que el régimen había atacado
con sustancias químicas, y pensé que pasaría como en ocasiones anteriores,
cuando se habían producido pequeños ataques en zonas concretas en el frente.
Nos preparamos con lo básico para ocuparnos de los heridos y dar instrucciones
a algunos enfermeros. Pero lo que vi cuando llegué me hizo comprender que
nuestra preparación no serviría de nada. Sucedió lo que más temíamos, y sentí
que había llegado el apocalipsis.
Personas amontonadas unas sobre otras, algunos temblando y
otros que parecían cadáveres. De la boca de algunos salía espuma. Algunos se
reían y otros gritaban. Era una situación de histeria colectiva indescriptible.
Comenzamos a ocuparnos de los heridos, que superaban las
capacidades de cualquier hospital en cualquier país desarrollado. Había miles
de personas, algunos por los que prácticamente no se podía hacer nada, así que
preferimos centrarnos en los que creíamos que podíamos salvar. Era muy difícil
y doloroso. No teníamos ropa especial para esta situación y llevábamos el
atuendo médico habitual.
Tras dos o tres horas de duro trabajo, mi visión se volvió
borrosa, y comencé a sentir que me asfixiaba. Dejé a los enfermos y me senté a
llorar. Unos instantes después, se desvanecieron todas mis fuerzas y caí al
suelo. Sentí cómo los médicos me rodeaban y examinaban; después me llevaron a la
bañera exterior y me lavaron. Eso es lo último que recuerdo antes de
despertarme en la UCI. Quise salir a ayudar a los enfermos, pero los médicos me
lo impidieron. No veía bien y carecía de fuerzas para levantarme. Me dijeron
que había inhalado los gases que desprendía la ropa y la piel de los enfermos.
Sin embargo, yo quería volver a tratar a los que seguían necesitándolo de forma
imperiosa. Al mismo tiempo, sentía que iba a morir.
Con la llegada del alba, mejoré y me dejaron volver. En una
esquina habían reunido los cadáveres y les habían puesto números: era una
visión terrible. Más de doscientos niños, mujeres y hombres. Pedí a una
enfermera que me ayudara a tomar muestras de sangre de los cadáveres y marcar
cada tubo con el número de la víctima a la que correspondían. Estaba obsesionado
con documentar este crimen desde que había comenzado a tratar a los enfermos.
Temía que no nos creyeran, porque la escena era increíble de por sí.
En ese momento, era el director de la Oficina Médica
Unificada, y contamos 1477 cadáveres y unos veinte mil afectados entre todos
los hospitales. Al quinto día, me puse en contacto con la delegación de la ONU que había llegado a Damasco para investigar el uso de aramas químicas. De
primeras, rechazaron la idea de visitar Al-Ghouta, y nos pidieron que
recogiéramos muestras y documentáramos los casos y se lo enviáramos. Exigían
unas condiciones de toma de muestras y documentación que era imposible que
cumpliéramos. Les expliqué que solo estaban a diez minutos de nosotros en
coche, y que podían venir y documentar como quisieran. Pusieron unas
condiciones que aceptamos.
Cuando llegaron, los recibimos y los llevamos al punto
médico que habíamos preparado como nos habían pedido. No aceptaron nada de la comida
o bebida que les ofrecimos. Tenían de todo. Hablaron con unos 30 afectados, y tomaron
muestras de sangre, orina y cabello. Se mostraron muy empáticos con los
afectados, que les contaron lo sucedido y los familiares que habían perdido en
la masacre. También les llevamos al cementerio para que tomaran muestras de los
cadáveres. Además, visitaron con nosotros las zonas del bombardeo y las casas de
las víctimas. Había un misil incrustado en el suelo con una orientación que indicaba que venía de
Damasco. Una de las casas seguía esperando a la familia: los platos de la cena
estaban en la mesa. Platos y tazas de té a medio llenar, y trozos de pan sin
terminar.
Cuando leí el informe posterior, me pareció justo. No
apuntaron al régimen, pero todas las pruebas apuntaban claramente a que había sido
él y no otra parte. El problema, no obstante, son las grandes potencias, que no
quieren hacer pagar al culpable. La sangre de los sirios no importa a este
mundo.
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