Texto original: Al-Quds al-Arabi
Autor: Elías Khoury
Fecha: 25/05/2015
En los inicios de la revolución
siria, y con el optimismo general tras la caída de Ben Ali y Mubarak, se
apostaba por que el levantamiento popular pacífico vencería a pesar de la
represión. Sentimos que la primavera de Damasco estaba a las puestas, que la
libertad vendría en forma de una gran celebración popular en la plaza del Merje
o en la de los Abbasíes, y que el régimen se desplomaría y entonces, las
coordinadoras de los jóvenes revolucionarios se encargarían de dar las primeras
pinceladas del nuevo diseño de la política como práctica de libertad.
Tras largos meses de sacrificios,
descubrimos que el régimen había acabado con el Estado y el número de víctimas
comenzó a ascender de forma inabarcable. Las armas empezaron a acompañar a las
manifestaciones y la caída del régimen tomó la forma de un funeral en nuestra
mente: en vez de reunirnos en la plaza del Merje, primero iríamos a Homs, la
capital de la revolución, para derramar lágrimas e inclinarnos ante la tierra abombada
por la sangre de los mártires. Sin embargo, la imaginación del crimen no tiene
límites y el régimen, o sectores del mismo, no buscaron la forma de alcanzar un
acuerdo que salvase a Siria de la destrucción. En vez de eso, Asad utilizó
armas químicas y barriles, dejando claro que el único horizonte posible era más
sangre y que su régimen está formado por un grupo de ladrones, asesinos y
carniceros. Entonces, se abrieron todas las puertas para convertir a Siria en
un campo de batalla global. El régimen arrasó las coordinadoras de la lucha
popular juvenil, y los fundamentalistas acabaron con las posibilidades del
nacimiento de un ejército nacional. Los líderes de la oposición se derrumbaron
ante su incapacidad, su cobardía y el señuelo del oro negro y su negra ideología
wahabí. El régimen dictatorial también se refugió en sus aliados clericales de
Irán, y la revolución de la libertad en Siria quedó rehén de una salvaje lucha
sectario-religiosa. Hoy, el régimen del despotismo se tambalea después de hacer
uso de todas sus energías y agotar a sus aliados, y su inevitable caída se dará
en un momento en que se reúnan la desgracia, la destrucción y la necesidad de
un milagro para liberar a Siria de las garras de las fuerzas regionales e
internacionales que se pelean por rapiñarla.
Los eslóganes de los shabbiha
del régimen sirio al inicio de la revolución no fueron una mera amenaza vacía:
“Asad o nadie” y “Asad o quemamos el país”, dos expresiones que precisaban las
intenciones de la dictadura y su verdadero proyecto. Se trata de dos eslóganes
que recuerdan la última postura de Hitler, que consideró que la derrota de su
proyecto debía traducirse en la derrota aplastante del pueblo alemán.
Hitler siguió insistiendo en su
postura hasta el momento de su suicidio, y dicho suicidio fue el inicio de la
condena de Alemania y su pueblo, porque el pueblo no satisfacía las expectativas
del demente Tercer Reich. Y eso mismo es lo que anunció el pequeño Asad desde
el inicio del levantamiento popular contra su gobierno dictatorial, llevando
por ello la violencia al límite para enfrentarse a la revolución popular
pacífica y empujando a la sociedad siria al abismo de la guerra civil.
El éxito de Asad en el proyecto
de quemar Siria no es resultado de la inteligencia de la mafia securitaria que
domina siria hace décadas. Por el contrario, es consecuencia de una coyuntura
histórica radicada en la lucha sectaria suní-chií que incendió la ocupación
estadounidense de Iraq y que permitió a los regímenes dictatoriales petroleros
árabes invertir en Siria, y transformar el conflicto de una lucha entre el
pueblo y el régimen en una lucha regional global en la que hoy participan todas
las fuerzas regionales. Además, el régimen dictatorial ha logrado aguantar por
el apoyo iraní y el de sus milicias libanesas e iraquíes.
El lema de la guerra de
civilizaciones que los neoconservadores tomaron por bandera en EEUU, como parte
de la justificación de la bárbara guerra estadounidense sobre Iraq, pronto fue
descubierto como una guerra de barbarismos, como la define Gilbert Achcar [1].
Una guerra que finalmente se convirtió en indicio del fin de una etapa
histórica, la etapa del Estado dictatorial-militar recubierto de un discurso
nacionalista quebrado.
El fin de las etapas históricas
suele ser cruento y salvaje, así que ¿cómo no iba a serlo si se ha articulado
en el conflicto entre dos discursos fundamentalistas cerrados y ha sido parte
de la paranoia demente de un pasado aplastado que se está resucitando sobre los
escombros de las ciudades y pueblos y sobre los cadáveres de las víctimas? El
final del Estado dictatorial-militar tiene todas las características del final
de las etapas históricas: violencia, destrucción, desplazamiento y locura. Y no
puede recordarnos más que al final del Estado Otomano. Los historiadores de la
etapa nacionalista pusieron especial atención a la derrota del proyecto de
Faysal [2] en Siria, considerado como una conspiración colonial. Pero olvidaron
o quisieron olvidar las grandes desgracias que vivió nuestro país durante la
agonía del Estado Otomano, desde las plagas a la hambruna que acabó con un
tercio de los habitantes de Líbano y empujó a otro tercio a emigrar; además del
genocidio armenio y las masacres de asirios. Nuestro mundo se cubrió de sangre
y restos humanos antes de que llegaran los “libertadores” británicos y
franceses a repartirse el país, y a quienes persigue la sombra de la masacre
palestina que fue la Nakba.
Estamos en un momento similar al
ocaso Otomano, pues el estado dictatorial-militar-nacionalista se ha negado a
caminar hacia su inevitable final sin antes destruirlo todo y entregar el país
a fuerzas iguales a él en barbarie y salvajismo y que se apoderan de la
ideología de “resucitar” el pasado, no sin antes otorgarle a dicho
resurgimiento un contenido religioso-sectario y vaciarlo de cualquier otro
contenido nacionalista. Una era completa se arrastra sobre nuestros cadáveres,
se alimenta de migajas de religión y no sacia su sed de sangre. Este es el
escenario de la caída de Asad, y eso es lo que la mafia ha buscado desde el
estallido de Siria en busca de libertad. Se trata de un escenario que alargará
su oscura sombra sobre toda la zona, y quizá el mejor indicador del tiempo de
oscuridad que se cierne son las recientes declaraciones del secretario general
de Hezbollah, publicadas por Al-Safir y Al-Ajbar el sábado 23 de mayo. Es
triste que sus palabras se asocien al aniversario de la liberación del sur en
el año 2000. ¡Dónde estábamos y dónde han ido a parar! Pasamos de enfrentarnos
a los invasores sionistas a recordar la batalla de Siffin [3], de la
resistencia a la guerra religiosa-sectaria, y de la fiesta de la resistencia y
la liberación al sacrificio de la liberación en el altar del despotismo.
Los sectarismos no fundan
naciones y de hecho minan la idea de patria. A pesar de todo, esta etapa tendrá
su ocaso y el régimen dictatorial caerá con una lentitud salvaje, hasta que la
realidad siria quede reducida a cenizas. Por su parte, la lucha contra el
despotismo continuará, sin importar el nombre de los déspotas, ni sus lemas, ni
su ciega locura sectaria.
[1] Pesador, sociólogo y escritor
libanés, autor de, entre otros, “El pueblo quiere”, publicado en 2013
originalmente en francés y posteriormente traducido al árabe.
[2] Rey hachemí impuesto por las
potencias que se repartieron el dominio y la influencia sobre el imperio
Otomano como gobernante en Siria durante cuatro meses en 1920 y que fue
derrocado.
[3] En su discurso, aprovechando
la ofensiva en Yeman, Nasrallah se centró en la ideología wahabí, que
identificó como esencia del pensamiento de Daesh. Según –el, sería preciso
acabar con los takfiríes y así rematar la batalla de Siffín (657), aquella en
la que se enfrentaron los partidarios del cuarto Califa, Ali, (los chiíes), y
los de Muawiya (suníes), dando origen al cisma entre ambos.
Las revueltas en Siria no son ni fueron ni populares ni pacíficas: http://miguel-esposiblelapaz.blogspot.com.es/2013/05/las-revueltas-en-siria-no-son-ni-fueron.html
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