Texto original: Al-Jumhuriya
Autora: Muna Rafei
Fecha: 10/12/2024
En el principio era el verbo.
Mis ojos saltan entre las redes sociales, el WhatsApp y la televisión y mis oídos están enganchados a la ráfaga incesante de disparos, mientras mi corazón está a punto de detenerse de miedo y alegría. Mi cuerpo oscila hacia adelante y hacia atrás de forma inconsciente. Los chicos han llegado a Jalidiya, a los alrededores de al-Wa’r; espera, no, siguen en Deir Baalba. Bueno, siguen en la zona rural septentrional. El ruido de los aviones no cesa y tampoco lo hace el ruido de los misiles. Nos movemos haciendo uso únicamente de nuestros sentidos: nuestros ojos, nuestros oídos y nuestros corazones, que están a punto de salírsenos del pecho con cada novedad.
¿Un piti?
Vosotros os proveéis de comida; yo, de tabaco. Apuro el cigarro inmediatamente y el humo sale por todo mi cuerpo y no únicamente por la boca, porque en realidad me estoy quemando por dentro y el humo no es más que la exhalación del fuego encendido en el interior, mi interior lleno de esperanza, miedo, expectación, de lo que puede ser útil y de lo que es absurdo. «En el nombre de Dios, ha comenzado la liberación de Homs». La frase se repite: «En el nombre de Dios, en el principio era el Verbo». Y luego venía la acción -o quizá era al revés-, pero ya no importa. Lo que importa es que nuestros sentidos son los que funcionan; lo que importa es que nuestra sangre se ha tornado verde en nuestras venas [1] y que estamos a punto de arder por saber qué es lo que realmente ha pasado y quién ha vencido a quién, quién ha derrotado a quién y en manos de quién está cada palmo. Muchas preguntas, muchas, muchísimas; mucho, muchísimo miedo; muchos, muchísimos ruegos; muchas, muchísimas plegarias, e incluso los corazones más indiferentes hacia el Señor se han agarrado a él: Señor, por favor, Señor, los detenidos, los mártires, los que están en duelo, los heridos, los pacientes, los temerosos… No nos decepciones, por favor.
¿Un piti?
Los chicos peinan la ciudad, buscando células durmientes; los chicos se enzarzan con la seguridad y los shabbiha; no, negocian con las figuras principales de los pueblos cercanos para entrar y mantener a su gente segura. «En el nombre de Dios, ha comenzado la liberación de Homs». «Los chicos»: he escogido esta palabra entre otras (revolucionarios, combatientes, efectivos armados). Los llamo «chicos», a pesar de que no los conozco, a pesar de que en el futuro puedo tener miedo de un desconocido armado, pero es que son nuestros chicos, que tomaron unas armas con las que cargaban con la muerte en todo momento. Los llamo así porque muchos de ellos eran niños en el inicio de la revolución y después crecieron con ella, como hemos crecido nosotros. En el nombre de Dios, ha comenzado la liberación; en el nombre de Dios, ha comenzado, ha comenzado. Crecieron como hemos crecido nosotros y la prueba son las canas en nuestras cabelleras, las arrugas a las que no prestamos atención en nuestros rostros y el fragmento de corazón que llevamos con nosotros desde el comienzo de la revolución como parte originaria de nuestras costillas. Sí, hemos crecido, y con nosotros, nuestra desesperación, nuestra tristeza, nuestra represión, porque nuestra esperanza –y qué dolorosa es esta palabra ahora– la habíamos colocado a nuestra espalda, no como una carga, sino porque nos avergonzábamos de ella, pues parecía muy lejana e inalcanzable. Qué equivocados estábamos, qué poco conscientes éramos, pero trece años de nuestra vida se dice pronto, trece años. Es una vida entera. No sé si debemos reprocharnos nuestra desesperación o falta de fe, pero la justicia parecía muy, muy lejana. Seguimos viendo los ríos de sangre corriendo en Gaza, que parece nuestra propia sangre derramada para cuyo responsable no hemos visto que se hiciera justicia o se aplicasen las condenas adecuadas. La sangre sigue derramándose sin que nadie la detenga: ¿no tenemos derecho a desesperarnos un poco incluso por Su misericordia?
Que Dios me perdone.
¿Un piti?
Seguimos sin movernos del sitio, seguimos los acontecimientos sin casi poder creerlo. Parece una locura, algo surreal. Parece una situación alejada de la realidad, mucho mejor que la propia realidad. Devoro mis uñas mientras sigo las noticias de los avances en la ciudad. Tenemos ya una mala experiencia con eso, ya hemos tenido malas experiencias con los medios revolucionarios. ¿De verdad están cerca? ¿Al-Qusur?, ¿Al-Bayada?, ¿Jneina al-Alu? Bendito sea Dios, eso es mucho. Saco la cabeza por el balcón de mi casa y veo la profunda oscuridad que reina en la calle, con las pequeñas luces de los edificios de enfrente de personas que son como nosotros y que están a la espera de qué pasará después. Volver a esperar. Nuestro sino es esperar en este lugar infernal que se llama Siria, esperar lo desconocido, esperar la alegría, esperar la justicia, esperar la condena, esperar la muerte –no necesariamente la nuestra, sino la de aquellos a los que a veces nos hacen desear la muerte aunque no la encontremos.
Qué largo y pesado se hace el tiempo sobre el alma. La calma ensordecedora entre cada ataque, entre disparo y disparo, es el origen de la historia; la calma que nuestras almas no conocen esta noche es esa a la que queremos llegar al final. Pero, ¿cómo vamos a alcanzarla si las noticias llegan a toda velocidad informando de avances y retrocesos, victorias y derrotas, entre una parte en la que tenemos puesta toda «nuestra esperanza», de la que nos avergonzamos, y otra parte en la que se ha quedado suspendida toda nuestra desesperación acumulada, que corre con nuestra sangre como sus glóbulos rojos pegajosos que solo vemos cuando se abre una nueva herida que nos saca de nuestro silencio? ¿Dónde estáis ahora, chicos? ¿Qué está pasando de verdad sobre el terreno que se supone que es nuestro, y qué le está sucediendo a nuestro enemigo? ¿Quién es nuestro enemigo? Nuestro enemigo es un monstruo enorme al que hace unos días no imaginábamos que nos podríamos enfrentar cara a cara, mirándonos a los ojos; un enemigo ante el que bajamos la cabeza llena de decepción y tristeza mientras se carcajeaba con vanidad e infundiendo miedo. El miedo, el miedo, el miedo. Señor, pon fin al miedo: aquí tenemos miedo, mucho miedo. Esta vez no tenemos miedo a la muerte, sino a una nueva derrota, una derrota cuyo sabor ya conocemos bien y que nos hemos tragado durante largos años, exiliados, rotos y desesperados. El miedo, el miedo frente al ruego, el ruego: Señor, no nos decepciones, tan solo esta vez.
¿Un piti?
Homs ya no está bajo control del régimen. No me lo creo e insisto en no creérmelo: no me lo creeré hasta que vea con mis propios ojos las estatuas e imágenes de Hafez al-Asad, Bashar al-Asad y Basel al-Asad derrumbadas. No me lo creeré hasta que vea la bandera de la revolución ondeando bajo mi casa, pero bajo mi casa solo reina una profunda oscuridad, con pequeños puntos de colores de aquellos que esperan, como yo, y los que esperan como yo son muchos. Miro a la sede de la seguridad militar que está a unos metros de mi casa y no veo a nadie, pero recuerdo la voz del perro que solía oír y no ver siempre que pasaba frente a la sede. No hay ladrido, solo fantasmas que se mueven en la oscuridad, con el ruido de unos disparos terroríficos que parecen enfrentamientos. ¿Se ha liberado de veras la ciudad? En el grupo de WhatsApp del trabajo, mis compañeros mandan las novedades con absoluta neutralidad, sobre todo porque somos de distintas confesiones. Uno dice; «Chicos, ha caído la ciudad». ¿Ha caído?, ¿ha sido liberada? No importa: lo que importa es que está fuera del control del régimen.
Salgo al balcón inmediatamente. Me llama mi compañera llorando y me dice: «Están celebrando a gritos aquí en mi barrio». Salgo al balcón y no oigo nada más que el eco de mi respiración aterrada por la noticia y por mi miedo a que no sea realidad. Empiezan a sonar los gritos de «Dios es grande» en los balcones a la vez que se escuchan los disparos. ¡Dios es grande! ¡Dios es grande! La ciudad ha sido liberada de verdad. Me río cuando escucho la voz de mi vecino en el piso superior gritando, con miedo, «Dios es grande». Sí, lo hacía con miedo. Agarrarse a la cuerda de Dios en estos momentos es la única solución: Homs ha sido liberada y el sueño se ha hecho realidad. ¿Es posible? Entonces, ¿eso es lo que se siente cuando uno se libera de la opresión? ¿Es eso lo que se siente? Qué difícil es de describir y de creer y qué bello, dulce y doloroso al mismo tiempo. No sé por qué es doloroso a la vez, pero es un dolor bello, un dolor con el que hemos soñado mucho tiempo y que no sabíamos cómo iba a ser. Ahora, solo ahora, sabemos cómo es.
¿Un piti?
Sí, un cigarro. Mi hermano, que vive en el extranjero, me llama, casi llorando, y me dice que quiere venir ahora mismo a Siria, que ojalá pudiera estar con nosotros en este momento. Se que ese es el sentimiento de todos los exiliados y desplazados forzosos en el extranjero. Intento consolarlo como puedo, cojo el teléfono y le grabo a los chicos mientras pasan por debajo de nuestro balcón disparando de alegría. Uno de los jóvenes combatientes me saluda con la mano y le devuelvo el saludo, mientras hago albórbolas y río histéricamente. Pregunto a mi hermano si los ha visto y me dice que sí. Mi hermano se queda en silencio y lo entiendo. Se me ahogan las palabras en la garganta. Me pregunto qué sentirán los demás, y sé que es exactamente lo mismo con intensidades variables. Las horas del amanecer pasan despacio y seguimos atentos a las noticias. Parece que la cosa no ha terminado en Homs, sino que las noticias se suceden en relación con Damasco y la zona rural a su alrededor. Más importante aún: la cárcel de Sednaya. Eso es mucho, muchísimo. La ciudad entera está despierta siguiendo las noticias. No, no solo la ciudad: todos los sirios. ¿La felicidad de la ciudad será tottal? Nadie lo sabe.
¿Un piti?
El sueño se hace realidad de verdad. Lo que se ha logrado es mejor que lo que cualquiera de nosotros hubiera soñado para este momento. La ciudad ha sido liberada, los chicos han llegado a la cárcel de Sednaya y han tomado Damasco. El tirano y su entorno han huido. Escribo esto sin apenas creerlo. Escribo esto con mi seudónimo y no me lo puedo creer. Ya no habrá más miedo, ya no habrá que esconderse. Voy a la plaza del Reloj Nuevo para compartir la alegría con la gente. Se felicitan unos a otros, incluso sin conocerse. Los lemas, los himnos y la bandera verde de la revolución ondeando sobre el reloj. Los chicos con sus coches con matrículas de Idleb o Alepo, coches distintos de los que hay la ciudad. Todo parece ideal, demasiado: todo parece mejor que cualquiera de nuestros sueños más locos.
No obstante, «ese ideal molesta en esta situación». ¿Por qué siento un nudo caliente en el corazón? ¿Por qué siento que hay algo que falta en esta escena? ¿Será la ausencia de Sarut[2]? ¿Será la ausencia de Shadi Aswad [3]? ¿Será la ausencia de todos los que deberían estar con nosotros y no están porque han caído mártires o se han visto desplazados forzosamente? Esa debe de ser la razón. ¿Será por toda la vida que se nos ha pasado esperando este momento? ¿O por el miedo que se filtra por nuestras venas y que hace difícil creer algo así? ¿Es por el miedo a un futuro que puede ser preocupante o incierto? No sé, pero tal vez sea una mezcla de todo esto y las palabras y las expresiones ahora mismo me traicionan. La traición de las palabras en esta situación es comprensible: la traición de la alegría al alma en esta situación es comprensible. La tristeza que se mezcla con la alegría, el miedo que se mezcla con la alegría. Y yo -«sabéis que yo soy ellos»- estoy tan contenta que estoy a punto de llorar y sé que todos vosotros estáis como yo en este momento.
¿Un piti?
El día después de la victoria y sigo utilizando mi seudónimo. Voy a seguir escribiendo con él un tiempo: no es fácil después de enfrentarse a ese miedo enfrentarse ahora al miedo a lo desconocido. A un porvenir que desconocemos. Por el momento, todo está bien hasta cierto punto, salvo algunas carencias. Los locales comerciales han empezado a abrir paulatinamente; el suministro de agua y electricidad es algo mejor en términos relativos que anteriormente. En las mezquitas escuchamos a quien nombra a los detenidos que han salido de Sednaya: nos tiembla el cuerpo y lloramos juntos porque muchos de los nombres no han salido. Los nombres que mencionan en las mezquitas suenan familiares, y pienso que entre ellos podría haber estado mi nombre, o no haber estado. Todo es posible. Salgo a la calle de nuevo y veo a los jóvenes combatientes: me centro en cada uno de ellos, y no soy la única. Todos los miramos asombrados. Observamos su hechura, su mirada, su barba, su forma de hablar. Un hombre que pasa les dice: «Es la primera vez que paso cerca de militares y no tengo miedo». Y es verdad, de momento. Junto a mí pasa una chica atractiva que no lleva velo y me dice: «Quiero hacerme una foto con los chicos, pero me da vergüenza». Y añade: «Soy suní, de verdad». La cojo de la mano y me acerco a ellos con ella. Ese es uno de los pequeños puntos que reflejan qué sienten algunas personas aquí, la ciudad heterogénea, en la que los chicos van a ver cosas que quizá no les sean familiares en las regiones del norte.
Hasta el momento, sigo hablando de los chicos como algo ajeno a sus líderes; es decir, a las facciones. Observo los coches y veo uno con el letrero de «Ejército nacional». El trato que nos ofrecen es variado: unos nos sonríen con espontaneidad y nos saludan a nosotras, las mujeres que nos hemos reunido y que gritamos como si nos hubieran privado de todo; otros apartan la mirada y nos saludan con la mano vergonzosos; y otros simplemente apartan la mirada sin ni siquiera saludarnos. Digo que sigo hablando de los chicos y no de sus líderes y esto es algo un poco preocupante porque hemos oído cómo gestionaban las zonas del norte y las noticias que llegaban no eran para alegrarse. Nos preguntamos qué pasará con nosotras y si volveremos -Dios no lo quiera-, a lo anterior pero con otro traje. Pedimos a Dios que no suceda eso y me encomiendo a una conciencia, memoria o lección que deberíamos haber aprendido. Me fumo un último cigarro mientras escribo este artículo y me da vergüenza escribiros esto, pero ese es uno de mis defectos. Me imagino qué va a pasar si leéis lo que escribo, pero muchos de ellos estaban fumando y cuando estaba en la carretera celebrando en un momento de máximo nerviosismo, tenía muchísimas ganas de fumarme uno y preguntarles: «¿un piti?»
[1] Referencia al color de la bandera de la revolución, en contraste con la oficial durante el régimen de los Asad.
[2] Referencia a Abdelbasit Sarut.
[3] Cantante sirio.
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